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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No llames «barriobajera» a quien tiene malos modales: sobre la dignidad de la choni

Los supuestos insultos hacia Andrea Levy para describir sus modales en la comisión de Cultura del Ayuntamiento de Madrid certifican lo enraizado que está el odio hacia la clase obrera en este país.

Andrea Levy en la plaza de Mayor de Madrid.
Andrea Levy en la plaza de Mayor de Madrid.Gtres (GTRES)

«Macarra». «Barriobajera». «Choni de bar». «Arrabalera». «Garrula».  Los insultos peyorativos que refuerzan el odio vertical de clase se prodigaron por las redes esta semana tras la polémica intervención de la concejala de cultura de Madrid, Andrea Levy, en la comisión Permanente de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid. En la plaza digital, las descalificaciones hacia Levy –habituales en Cataluña desde otra polémica intervención con chicle grabada desde los escaños del Parlament en 2015– se centraron en retratarla como «una poligonera». Como si la zona en la que naces y la falta de ceros en la cuenta del banco familiar ya marcasen de por vida tus modales y actitud ante la vida.

Aunque la educación no viene con código postal añadido ni este importa para certificar quién es más digna de respeto en nuestra travesía por el ascensor social, cabe destacar que Levy, poco dada a hablar sobre sus orígenes, se crio en la zona alta de Barcelona, acudió al privilegiado Liceo Francés y estudió un año en Londres. He aquí el gran paradigma de todo este asunto: todos saben que cuando a Levy la tildan de «barriobajera» se está faltando a la verdad más objetiva –ni es de barrio ni de baja alcurnia en ese imaginario reduccionista que nos encierra en los orígenes– y todos saben que a Levy la etiquetan de barriobajera y choni porque quien lo dice cree firmemente que no hay nada peor en esta vida que parecer una garrula de descampado.

Ese, precisamente, era el objetivo denigrante que buscaba Alfonso Ussía cuando tuiteó sobre una intervención de la vicesecretaria general del PSOE, Adriana Lastra, en el Congreso y la definió como «la choni de los muslos desmesurados dando una lección de delincuencia». O como cuando desde las redes se insiste en recordar el pasado como cajera de supermercado de la ministra de Igualdad, Irene Montero, y se escupe la palabra «choni» a la primera de cambio como insulto por haber osado a escalar en lo profesional y traspasar el coto en el que supuestamente debía haberse quedado. La historia y la política nos han enseñado que despreciar a la mujer de clase trabajadora es un hábil arma arrojadiza para demonizar y dividir, aún más, en la lucha de clases.

La RAE define a la choni como una «mujer joven que pretende ser elegante e ir a la moda, aunque resulta vulgar». La acepción puede sentirse algo obsoleta en 2020, ahora que los referentes musicales y aspiracionales de toda una generación visten con chándal y aros rizados y han dejado de identificarse, precisamente, con ese término. Los mayores como Ussía (72 años) usan a la «choni» como insulto. Los jóvenes recurren a nuevos adjetivos para reivindicar a la mujer de barrio en clave positiva y poderosa. Así nos lo recordaba en este reportaje Alicia Álvarez, doctora en comunicación y codirectora del programa y podcast El Bloque, asegurando que en el imaginario del trap, por ejemplo, la palabra «choni» es prácticamente inexistente. «En las letras de canciones no se utiliza. Personalmente, cuando escucho esa palabra viene de alguien mayor de 35 años y sí, suele ser de forma despectiva. Ahora se utiliza sobre todo ‘ratchet’, y no solo en las letras sino en las entrevistas. La Zowi por ejemplo utiliza mucho esta palabra y me parece muy representativa. Ella suele repetir en sus letras mis ratchets, mis bitches, mis putas, mis hoes». Culturalmente, la semántica muta para que el odio de los de arriba se transforme en dignidad y amor propio. Pero por mucho que se coreen sus lemas, el clasismo sigue latente. La periodista y escritora Anna Pacheco lo recordaba en esta entrevista, donde reflejaba como el consumo cultural no nos exime de nuestros prejuicios: «Puedes irte un sábado a ver un concierto de trap, pero luego comprobar que se sigue definiendo a la gente como ‘choni’ o ‘cateta’». El desprecio sigue ahí cuando se apagan los micros.

El columnista y activista de izquierdas Owen Jones analizó la naturalización de este menosprecio hacia las mujeres y hombres de clase obrera en Chavs (Capitán Swing, 2012), un estudio que publicó hace casi una década y que sigue igual de vigente a tenor de los acontecimientos. Como todos los que provenimos de barrios arrabaleros, existen ciertos momentos en la vida en el que detectamos un comentario frívolo y de mal gusto, del que nadie se sorprende o se abochorna públicamente, por lo naturalizado que está en nuestro entorno supuestamente progresista ese desdén gratuito hacia las clases bajas. A Jones le pasó en una cena, en una zona burguesa del norte de Londres, cuando mientras cortaban la tarta de queso, uno de los anfitriones lamentó que cerrasen una cadena de tiendas porque a dónde iban a ir ahora todos las chonis y los canis (chavs, en el inglés original) a comprar sus regalos navideños. Jones se quedó de piedra. La cena era diversa, todos eran profesionales cultos y de mente abierta, había división de géneros al 50%, no todo el mundo era hetero y había más de un grupo étnico. «Si un extraño hubiese ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como ‘paki’ o ‘maricón’, lo habrían expulsado rápidamente del apartamento», explica en su texto, reflejando hasta qué punto no hemos sabido desactivar la ofensa de clase en nuestro discurso. Porque lo que realmente quería decir ese anfitrión, como bien él escribe, era: «Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar ahora las repugnantes clases bajas sus regalos navideños?».

Mientras unos degradaban esta semana a una supuesta choni que en realidad no lo es, el resto asistimos a la paradoja que rodea su figura. A la choni se la sigue denigrando y empleando como insulto desde un mundo que se agota, curiosamente, en una era en la que la industria del lujo se ha apropiado de todos los símbolos estéticos de su uniforme para celebrarla. Givenchy ha diseñado un vestido cuya espalda deja descubierto las tiras del tanga, una de los retornos más laureados en el otoño pandémico por las revistas de tendencias –y los potenciales compradores– ha sido ver a Kim Kardashian y Paris Hilton resucitando con éxito la leyenda del conjunto de pantalón noventero de táctel y Versace vende chandals a 900 euros, por poner algunos de los múltiples ejemplos que han explosionado desde hace una década en esa obsesión por lo «urbano» (eufemismo de la industria de lo callejero) y por convertir en un ideal puramente estético a los márgenes sociales. La choni será lo peor para algunos, pero el mercado, curiosamente, no deja de desearla y explotarla. Claro que ese, el de la sexualización y el mito de la disponibilidad de la mujer pobre para los ojos del otro, sería otro tema. De tanto mirarla e insultarla, nadie se preocupó por la dignidad de la choni.

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