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Vivir solo en pandemia o cómo la crisis del Coronavirus ha obligado a repensar el mito de la «soledad escogida»

La experiencia del confinamiento ha servido para que muchos que «eligieron» vivir solos hayan recalibrado su relación con la falta de compañía.

"Sol de la mañana", de Edward Hopper.
"Sol de la mañana", de Edward Hopper.
Raquel Peláez

Hace unas semanas se hizo viral un vídeo en el que un tipo risueño defendía con muchísima gracia en medio de la madrileña calle Preciados los beneficios de vivir solo. “Yo pago la hipoteca solo, pago la luz solo, pago el Netflix, el HBO y el Movistar solo… y me compensa, porque no tengo que aguantar a nadie. La ventaja es que si te dejas un yogur en la nevera siempre está”. Aunque el detalle de su argumentación más curioso era uno relacionado con un trapo de la cocina: “Por ejemplo, ahora he puesto una encimera blanca y yo puedo pasar un paño específico que he comprado para esa encimera tantas veces como me dé la gana. Si alguien me viera diría: ‘Este no está bueno’. Y, verdaderamente, posiblemente no esté bueno, pero lo hago yo porque me gusta y nadie me dice nada”.

El tipo risueño se llama Antonio Abeledo, tiene 37 años es representante de actores y al otro lado del teléfono confiesa, también entre risas, que el vídeo viral “es un poco farsa”. A pesar de esa encarnizada defensa de la soledad, no pasó la que fue una de las pruebas de fuego para las cinco millones de personas (400.000 de ellas en Madrid) que según la Encuesta Contínua de Hogares del INE viven solas en España: el confinamiento. “Un amigo empezó una obra en su casa y le dije que si quería viniese a la mía mientras terminaba; así no tenía que pagar hipoteca y alquiler a la vez. Se mudó conmigo en enero y de pronto nos pilló el estado de alarma. Vino para tres meses que se acabaron convirtiendo en nueve. Fue una experiencia maravillosa. Ya nos queríamos pero ahora somos familia”. Antes de eso había vivido siete años sin compañía. La primera opción vital de Abeledo, la de obsesionarse a gusto con el pañito para la encimera sin que se lo reprochase, representa eso que muchos estudios demográficos denominan “soledad elegida”: aquella que no debería suponer ningún conflicto interno para quien la vive, pues se trata de una opción personal consciente. En el lado contrario está la soledad no deseada, que supuestamente, afecta solo a las personas mayores o dependientes (casi la mitad de las personas que viven solas son mayores de 65 años) y contra las que las administraciones se han movilizado durante la pandemia. El Ayuntamiento de Madrid acaba de poner en marcha un programa vecinal e institucional para combatir la soledad después de los terribles sucesos que tuvieron lugar del 11 de marzo al 11 de mayo de 2020 en la ciudad: según datos de la Agencia EFE, los bomberos tuvieron que realizar 605 entradas forzadas en viviendas y se encontraron a 62 ancianos fallecidos. Pero, ¿afecta la soledad solo a los mayores? Si se analizan los datos más de cerca se comprueba que el segundo grupo más numeroso de personas que viven solas en la capital son las comprendidas entre los 40 y los 44 años. En un artículo de The Washington Post del pasado junio firmado por Noreena Hertz, autora de El siglo solitario: cómo restaurar las conexiones humanas en un mundo que nos separa, la escritora confirmaba que la idea de que la soledad solo afecta a los mayores es un mito refutado una y otra vez por las encuestas: los mileniales son el segmento poblacional que con más frecuencia se queja de su soledad (cita datos de la Oficina Nacional de Estadística británica y de YouGov).

En cualquier caso, el año pasado por estas fechas ocurrió algo insólito: los que habían “elegido” vivir solos se encontraron que ya no se trataba de una opción. En el caso de Miriam, 40 años, periodista, residente en Alicante fue un alivio: “Un amigo me dijo en un Zoom que mi vida solo había cambiado en que ya no tenía que inventar excusas para no quedar con nadie… Y todos estuvimos de acuerdo”. Pero a María, 37 años, fotógrafa, residente también en Madrid, adaptarse a la nueva realidad le resultó complicado: “Vivo en una casa muy pequeña pero cuando la ciudad estaba a pleno rendimiento ni me daba tiempo a pensarlo… la pandemia cambió mi forma de pensar”. Algo parecido le pasó a Berta, 38 años, residente en Barcelona. Ella, como agente inmobiliaria en una de las ciudades más turísticas del mundo, estaba acostumbrada a vivir en la calle, siempre moviéndose de aquí para allá por compromisos de trabajo. Sin poder ver a sus amigos y con su familia lejos, empezó a pensar en una solución para sentirse útil y acompañada: “Me hablaron de los hoteles salud y allí me fui como voluntaria. Trabajaba en los turnos de noche”. Puestos en marcha en colaboración con la Generalitat, los hoteles salud funcionaron como lazaretos donde se alojaba a enfermos leves que habían dado positivo pero no podía permanecer en sus casas porque convivían con enfermos de riesgo. “Me vino bien las primeras semanas. Hicimos bingo, feria de abril, actividades que nos mantenían ocupados. Estuve en contacto con muchos tipos de gente: enfermeras, médicos, asistentes sociales. Me daba un ritmo y una rutina”. El psicólogo y psicoterapeuta afincado en Madrid, Rafael García, quien durante las etapas más duras del confinamiento atendió a gente que se sentía desbordada por el sentimiento de soledad legitima todas estas experiencias: «En la vida prepandémica, para los que viven solos era relativamente fácil esquivar la sensación de soledad con vida social, trabajo, vida familiar, ocio. Todas esas salidas para no enfrentarse a la soledad se vieron bloqueadas por la nueva realidad. A pesar de las adaptaciones que los profesionales de la mente hemos intentado hacer a través de reuniones online para mitigar ese sentimiento, claramente ha seguido estando ahí».

Berta representa con sus circunstancias lo que el Informe España 2020 realizado conjuntamente por la Fundación Ramón Areces y la Universidad de Comillas denominan las tres soledades graves de esta pandemia: la de las personas que viven solas, la de los enfermos en hospitales y la de los profesionales de servicios esenciales y sanitarios que dejaron sus hogares para proteger de contagios a sus familias. Este informe que combina los resultados de dos encuestas realizadas por la Cátedra contra el Estigma y la Cátedra Amoris Laetitia, para ver la influencia de la pandemia en la salud mental de la población, concluye que antes de la crisis había un 5,2% de gente que sentía la soledad de modo grave. Ese porcentaje se ha elevado en la pandemia al 11%.

Asumir sin la compañía de nadie las noticias que llegaban del exterior fue especialmente duro para Almudena, 43 años, residente en Bilbao, quien pasó todo el confinamiento en un apartamento de 20 metros cuadrados con vistas a un patio interior. Todavía sueña con aquellas noches. Para Maribel, 48, empresaria madrileña, lo peor fue pensar en la posibilidad de que sus seres queridos enfermasen y no poder hacer nada; también la idea de enfermar ella misma. «Tenía un cargador de móvil siempre en la puerta porque me obsesionaba la posibilidad de no poder comunicarme».

Hay que tener en cuenta, además, que el sentimiento de soledad afecta de diferente forma en función de la situación económica y laboral quienes lo padecen. El Informe España demuestra que el 31,1% de los parados pasa solo totalmente o casi totalmente cada día laborable. Para ellos, una situación como que la vivimos es especialmente crítica. Es el caso de Almudena, que cuando empezó el confinamiento no tenía trabajo y vivió ese tiempo con una angustia mayúscula, ya que tenía que seguir pagando el alquiler de la diminuta casa donde se vio aislada. Este informe no matiza, además, que en esta nueva normalidad en la que los confinamientos selectivos por comunidades son la norma, la experiencia de vivir solo puede ser muy diferente si uno reside en Madrid, donde es posible ir a restaurantes y pasar horas al sol en terrazas, que si uno reside en alguna pequeña ciudad de provincias de Galicia, por ejemplo, donde la actividad comercial sigue paralizándose a las seis de la tarde. Maribel ha disfrutado especialmente de la posibilidad de hacer una vida «seminormal» en el Madrid oasis de Ayuso.

Al margen de la pandemia, la historia de la soledad como problema no es nueva. De hecho se remonta al segundo tercio del siglo XIX cuando la revolución industrial hace que las máquinas sociales sean cada vez más grandes. Aparecen las fábricas, las metrópolis y con ellas, las masas. A lo largo del siglo XX las ciudades, estructuradas para tener como protagonista al automóvil fueron laminando los espacios comunitarios y creando menores probabilidades de sociabilidad espontánea. Las sociedades se maquinizaron y masificaron hasta tal punto que aparece lo que se conoce como “soledad kafkiana”: el sujeto, convertido en insecto, se siente insignificante e impotente en un contexto en el que falta la solidaridad comunitaria y las administraciones son cada vez más grandes y complejas. Esto se agudiza en los años setenta con la llegada del neoliberalismo, que defiende que la riqueza de las sociedades nace de los beneficio que pueda generar cada individuo. Pero el siglo XXI trae un nuevo tipo de soledad: “Las redes permiten la máxima sociabilidad de la historia en número y distancia, a la vez que no garantizan la mínima comunidad. La globalización permite el establecimiento de la máxima conectividad a la vez que no garantiza la mínima corresponsabilidad. La movilidad maximiza el desplazamiento de ideas, bienes, personas y comunicaciones, a la vez que no puede impedir el desarraigo […] Cada vez es más posible la conexión interpersonal y amplios mundos de sociabilidad, pero cada vez es más posible también que alguien se encuentre radicalmente solo”, explican Fernando Vidal y Amaia Halty en el Informe España. En esta sociedad hipercomunicada y a la vez aislada, se ha producido además un envejecimiento paulatino de la población y una bajada espectacular de la natalidad, que ha favorecido la multiplicación de personas que “eligen” vivir solas: según el INE, durante los próximos 15 años se incrementarán en 1,1 millones los hogares unipersonales, mientras que la población española apenas sumará 900.000 habitantes más. Si en los años setenta la media de habitantes de un hogar era de cinco personas, ahora la opción individual tiende a convertirse en la norma.

El final de los confinamientos, lejos de ser un alivio, supuso para algunas de las entrevistadas para este reportaje un golpe más duro que el propio encierro. Miriam admite que “el día que se acabó me despertó cierta ansiedad el no saber dónde estaban exactamente todas las personas a las que quiero. No me había dado cuenta de que el confinamiento me había creado ese sentimiento de seguridad, que me permitía tenerlo todo bajo control”. Cuando Berta dejó de acudir a los hoteles salud sintió que estaba más sola, “y que a lo mejor hubiera tenido que aprovechar esos meses de lockdown para hacer pasteles, deporte en la azotea, meditación y mirarme hacia dentro porque al cabo de unos meses, cuando todo el mundo había hecho su introspección yo me aislaba más aún…”. María, la fotógrafa explica: “Desde hace meses tengo pensamientos rumiantes sobre qué hacer con mi vida en general todo el rato y me doy cuenta de que es porque paso mucho tiempo sola. En enero llevaba aproximadamente diez días sin ver a nadie y de pronto vino un amigo de otra ciudad para un trabajo. Le fui a buscar a la estación de Atocha a las ocho de la mañana y pasamos juntos todo el día. Al día siguiente ya no rumiaba… las once horas en compañía se pasaron volando”. ¿A qué se debe esta angustia? ¿No se supone que estas personas habían elegido su opción vital? El psicoterapeuta Rafael García explica: “Muchas personas a lo largo de su vida han elegido momentos de soledad para conectar consigo mismas para, desde esa reconexión, entenderse, acompañarse, decidir sobre alguna opción vital importante. Numerosos son los relatos de conexión con uno mismo en el Camino de Santiago, por ejemplo, donde las naturaleza nos acompaña en nuestra soledad elegida. Pues bien: nada de esto ocurrió en el confinamiento. No hay ni soledad elegida, ni búsqueda de conexión con uno mismo, ni naturaleza. En esa exposición mantenida a nosotros mismos, no elegida y no esquivable, podemos salir dañados si nuestro estar con nosotros mismos, nuestras emociones, pensamientos y sensaciones, no eran previamente sanos”.

La experiencia de pasar el confinamiento en soledad ha servido para que muchos hayan recalibrado su relación con la falta de compañía. Y aún así, como reconocen los expertos que han elaborado el Informe España, sigue siendo difícil averiguar la presencia de angustia generada por esta vivencia, dado que «soledad y aislamiento son fenómenos estigmatizados». No todo el mundo está dispuesto a admitir que no está bien solo. «Desafortunadamente estamos en una sociedad exigente y capitalista que nos dificulta la expresión de los sentimientos de frustración y nos hace reprimirlos tanto hacia afuera como hacia nosotros mismos. Sólo se expresa libremente aquello que esté relacionado con el éxito, como la alegría o el orgullo», dice García.

Algunos de los entrevistados para este reportaje, como Miriam, siguen haciendo el mismo balance que antes de que la crisis empezara: ella continúa encontrando un alivio en todas las coartadas que ofrece la pandemia para no tener ver gente. Otros, como Berta, buscaron un compañero de piso pero muy rápidamente se dieron cuenta que era mejor regresar a la soledad. Antonio Abeledo, sin embargo, disfrutó tanto de la experiencia de tener compañía durante esos momentos duros que ha vuelto a buscar alguien con quien compartir gastos. Con él sigue usando sin problemas el pañito atrapapolvos blanco con el que le gusta limpiar la encimera. «Es lo bueno de la convivencia. Que descubres que no estás tan loco. Todos estamos majarones y tenemos nuestras cositas».

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Sobre la firma

Raquel Peláez
Licenciada en periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en temas de consumo, cultura de masas y antropología urbana. Subdirectora de S Moda, ha sido redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en cabeceras regionales como Diario de León o La Voz de Galicia.
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