Un respeto hacia los bonsáis
Todo lo grande comenzó siendo pequeño. No todo lo pequeño quiere ser grande. Muchos lo son porque lo desean con la fuerza de los mares y otros porque sienten que deben serlo, porque han oído esa patraña que defiende que quien no crece muere. Las empresas, y tengo una ligera idea de esto, pueden elegir si crecen o no y, sobre todo, cuánto y cómo. Los amores también pueden decidirlo. Mi amiga Belén acuñó hace años, en el bordillo de la piscina de la Complutense, que es donde afloran las verdades, un concepto llamado relación bonsái. Según ella, es ese vínculo que uno cuida y poda sabiendo que siempre va a ser pequeño, contenido. Nunca vamos a poder tumbarnos bajo su sombra a leer un libro, sus ramas nunca brotarán desmelenadas, pero tendrá su propia belleza y razón de ser. Qué bonita es la expresión “razón de ser”, me gusta más que propósito, que se nos va a romper de tanto usarlo. El problema radica en querer que el bonsái se convierta en un árbol grande. Ahí, el jardinero sufre, las ramas se rompen, el suelo se mueve.
Pienso en esto cuando veo un par de locales de mi barrio de Madrid que han cerrado; en ellos, hasta hace poco tiempo, había peluquerías. Desconozco las razones del cierre. Quizás sus dueñas, porque quiero pensar que eran mujeres, se cansaron de años de ruido de los secadores. O no pudieron sobrevivir a la hostilidad del centro de la ciudad. O se jubilaron y están felices yendo los jueves por la tarde a ver una película francesa a los cines Paz. Paso por sus puertas, aún con fotografías de cardados en las ventanas, y pienso en toda una estirpe de mujeres que emprendían cuando nadie pronunciaba esa palabra, ni tampoco otras como visualizar, win win, networking, feedback o reto, términos que me provocan urticaria quizás porque yo los usé un día.
Las mujeres que pasaron años extendiendo cera en las piernas en su propio salón de belleza, las dos amigas que se animan a comprar una franquicia de un centro de manicura, las peluqueras que se aburrieron de tener a alguien que les dijera si cobraban o no la mascarilla y abrieron una peluquería en un bajo de su barrio, la profesora de Pilates que alquila un espacio para abrir su estudio, la entrenadora personal que decide no trabajar en un gimnasio para elegir a sus alumnos… todas ellas decidieron un día que serían sus propias jefas. No sirve como ejemplo Lola Dueñas en Volver, porque su peluquería era clandestina, pero nos entendemos. O quizás, todas ellas no tuvieron más remedio que lanzarse a convertirse en empresarias y lo hicieron. No sé si tuvieron un Ted Lasso que les ayudara a creer en sí mismas y le colgara un cartel de Believe en sus negocios. Nota: vean este verano Ted Lasso, tan transgresora en la certeza de que todos somos buenas personas. Ellas fueron emprendedoras antes de que comprobáramos que serlo era una manera de controlar el presente, ya que no podemos controlar el futuro. De manera paradójica, no hay mayor seguridad que la que te proporciona el trabajo por cuenta propia. Puedes adelantarte al fracaso, lo ves venir.
Tengo un respeto enorme por las empresas bonsái. No todas las mujeres que abren un centro de belleza quieren ser Estée Lauder. Aunque es sensacional que muchas sí y que existan sequoias a las que mirar. Luis Landero contó en un acto en la pasada Feria del Libro de Madrid: “De mí, como hombre, mi padre esperaba la épica. De mis hermanas, el costumbrismo”.
* Anabel Vázquez es periodista. ¿Sus obsesiones confesas? Las piscinas, los masajes y los juegos de poder.
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