Historia de amor de un negocio y una calle de Madrid
2021 ha sido el año del fallecimiento de Juan José Fernández, el hombre que hizo de Preciados su hogar y donde levantó un comercio, Siber, que le hizo ser el español con más años cotizados (73)
Sábado de julio de 2021 en la calle de Preciados de Madrid. Café Varela. Una familia se reúne para comer. En una de las sillas hay un retrato enorme, el de Juan José Fernández, fallecido el día anterior. Rodeándolo están su viuda, Isabel, y sus hijos, Consuelo, Isabel y Juan José Fernández. Comen en el interior del restaurante, pero a la hora del café salen a la terraza y allí el cuadro de Fernández ocupa una silla muy familiar para él, mucho; es el lugar en el que ha tomado café durante más de 40 años (agua con gas Vichy en los últimos tiempos), cliente insuperable del Varela y el más fiel ciudadano de la calle de Preciados, lugar al que vino a trabajar en 1963, donde montó en el número 42 la peletería Siber, que cerró este año y le obligó a la jubilación, siendo para entonces ya el español con más años cotizados (73); meses después, falleció. Tenía 86 años. Su familia le despide en uno de sus lugares sagrados este sábado de julio.
1935, un año antes del estallido de la Guerra Civil. Juan José Fernández nace en Madrid. Su padre, enfermo del corazón, es camarero en el Hotel Nacional. Al final la enfermedad le tumba en la cama, pero, como hay que dar de comer a la familia, se dedica desde allí al estraperlo y a falsificar cartillas de racionamiento. Tras morir, su madre toma las riendas de la familia y se pone de asistenta en hogares, de limpiadora. Dos huérfanos, Juan José (Juanjo para la familia) y Pedro, cinco años menor. Vista la economía familiar, Juanjo ingresa a los 13 años como chico de los recados en una mercería del barrio de Salamanca de Madrid. Es 1948 y no dejará de trabajar hasta 2021. A ganar dinero, desde entonces, le llama “traer el cocido”.
Madrid de posguerra, de purísima y oro sabiniano: sabañones, aceite de ricino, gasógenos, zapatos Topolino. Juanjo y su hermano Pedro empiezan a trabajar en Peletería Sonsoles, calle de Fuencarral. Allí tiene un puesto de responsabilidad su tío, al que Juanjo, después de varios años, le pide un ascenso a jefe de taller. Su familiar dice que no y Juanjo y su hermano se van del negocio, pero con lo aprendido: telas, cómo se cortan las piezas, cómo se hace una corbata, un abrigo, la confección artesanal de la ropa. “Mi padre quería ascender, quería una vida mejor. Eso lo ha expresado él muchas veces. Veía lo que tenía la gente y lo quería. Tenía esa ambición, esa hambre, digamos, por mejorar, que ya es jodido tenerla”, dice su hijo Juan José. “Había una persona que iba a dejar de ser jefe de taller por jubilación. Y mi padre le dice: ‘Oye, me postulo’, y su tío le dice que no. ‘Pues, como no me pongas, me voy, y me establezco’. Ahora hablamos mucho de emprender, pero mi padre decía: ‘Nos establecimos’. Empiezan en un pisito, una primera planta por Atocha, pero el primer piso que empieza a funcionar es aquí, encima de Café Varela”.
1962, calle de Preciados, Café Varela. Dos hermanos, Juanjo y Pedro (esto es parte de la historia: su potencia de hermanos, de fratelli a lo italiano, con lo bueno y con lo malo, pero muy poco malo), alquilan un pisito encima del emblemático café literario. Es ya el Madrid al que vienen turistas y compran corbatas. El negocio familiar ha sido siempre la peletería, y empiezan con corbatas de piel, bufandas, mientras el negocio crece. Y dos o tres años después, enfrente del Varela, establecen la primera peletería, que se llama Siber. Querían llamarla Siberia, por el frío, pero el nombre estaba ya registrado. Juan José ya estaba casado con Isabel, a quien conoció cuando él estaba en Fuencarral, y ella era la hija del bombonero de una pastelería muy famosa de la época, Juncal.
Y es entonces, en los sesenta, cuando empieza la historia de amor de Juan José Fernández con su negocio y con su calle. Hacían todo el proceso. Se compraban las pieles, por las que se tenían que pelear en subastas en Londres y en Copenhague, y sin saber idiomas. Sin saber idiomas, más bien, y sin saber de números; aprende Juan José porque no le queda más remedio. Se enfrentaba al mundo del negocio de verdad. Y para aprender, estudiaba y repasaba todas las noches. Cuando estaba fuera, o antes, en el avión, repasaba los números, le pedía al que más sabía de todo el grupo de peleteros que iba a la subasta: “Oye, explícame otra vez esta regla del tres, cómo calculo el margen”.
Trabajaba con mucho visón, mucho astracán. Sufrió intentos de robo (en una ocasión les hicieron un butrón por el cual les robaron varios abrigos) y tuvo entre sus clientas a Norma Duval, Carmen Sevilla, la esposa de Adolfo Suárez o la de Jesús Gil. Siempre en Preciados, donde llegaron a abrir otro local y donde conocía hasta al último vecino. “Conectaba con todos”, cuenta su hijo. “Con todos hablaba, con todos tenía una conexión, todos los días tenía la broma diaria. Desde el violinista que se pone por aquí hasta cualquiera. Un tío generoso de verdad”. Y tan entero que en las últimas semanas sus hijos alertaban a vecinos y amigos de la calle de que su padre estaba mal, y ellos, cuando lo veían, exclamaban: “No estás tan mal”. Pero se estaba muriendo de leucemia.
Tampoco paró. Empezó con unas transfusiones mensuales que le daban un poquito de batería, y sus hijos lo sacaban, incluso, a vender a última hora, pues le llevaban al local de un amigo el stock que quedaba de la tienda ya cerrada. “Y lo llevábamos allí y, luego, poco a poco, las transfusiones ya eran quincenales, semanales”, dice su hijo, que se llama como él, Juan José. “Le preguntaba la dermatóloga a la que íbamos: ‘¿Qué tal, Juan José?’. ‘Bien’, pero estaba ya jodidísimo”.
—¿Y ese es él?, pregunta el periodista señalando el cuadro.
—Es su retrato. Lo hizo mi hermana, que es muy farandulera, como él.
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