El voto que amenaza la convivencia
El respaldo masivo a Vox despierta el recelo en Talayuela (Cáceres) y Lucena del Puerto (Huelva), dos pueblos con gran presencia de inmigrantes
Emiliano Paniagua, gorra verde de publicidad, ropa de trabajo, paso apresurado para guarecerse del frío, responde con otra pregunta a la cuestión que desde la noche del domingo todo el mundo se hace en Talayuela, un pueblo de 7.300 habitantes al norte de Cáceres:
–¿Por qué Vox obtuvo aquí un 34% de votos, el mayor porcentaje de toda la provincia?
–Mire el padrón y ahí tendrá la respuesta.
–¿Usted cree entonces que es por el número de inmigrantes [un 27% del censo]?
–Yo solo puedo decirle que nací aquí y que ahora en mi barrio soy el único extranjero: todos los demás son marroquíes.
Paniagua aclara enseguida que no está contra los inmigrantes, porque él también lo fue durante 19 años en Holanda, y que tampoco es partidario de Vox, porque siempre se sintió de izquierdas, incluso comunista —“hasta que atravesé el muro y vi cómo se vivía en aquella parte de Berlín”—, pero dice que los marroquíes no se suelen integrar, que cada vez son más los que se van instalando en el pueblo, cobrando subvenciones, rehabilitando sus casas con ayuda de la Junta de Extremadura, y que eso despierta un cierto malestar. “Yo fui a una factoría de la Phillips en Holanda con un contrato de trabajo y un certificado médico”, remata, “y creo que eso es lo que se debería exigir aquí para evitar problemas”.
Un par de calles más allá, Ángela, que trabaja "en la dependencia, o sea, cuidando a personas mayores", cuenta que nació en Talayuela y que de aquí no se ha movido nunca y que por eso sabe de qué pie cojea cada uno. "Muchas de las críticas son injustas", explica, "porque ahora nos quejamos de que estén aquí recogiendo el tabaco o los espárragos, pero nos olvidamos de que muchos de ellos vinieron hace 15 o 20 años precisamente porque ningún español quería ir al campo. Los de aquí se conformaban con las peonadas justas para cobrar el paro rural o se iban a Madrid a trabajar en la construcción". Ángela reconoce que no hay inseguridad en Talayuela ni otro problema grave que achacar a los inmigrantes —“si acaso que tiran los colchones o los muebles fuera del horario de recogida y que arreglan los coches en plena calle”—, pero sí comparte la sospecha generalizada de que, de alguna forma, se llevan buena parte de las subvenciones. “Y con los 400 euros que les dan”, explica, “ellos viven perfectamente y nosotros no. ¿Por qué? No sé, por su forma de vida, o tal vez porque se ayudan entre ellos. Y porque compraron las casas que estaban destruidas y las fueron reformando con las ayudas de la Junta. Ay si alguna de las que vivieron en esas casas levantara la cabeza y viera cómo están de bien…”.
El jueves pasado, a eso del mediodía, en el zaguán del Ayuntamiento de Talayuela cuelgan la lista de admitidos para un curso remunerado de técnicas forestales. Los vecinos, españoles y extranjeros, se acercan y pegan el rostro al cristal para ver si han tenido suerte. Ismael Bravo, el alcalde socialista, no ha llegado todavía, pero dos de sus concejalas entretienen la espera comentando de manera informal los buenos resultados de Vox en el pueblo. “Ha sido una sorpresa”, reconoce una de ellas, “porque en las municipales del pasado mes de mayo al candidato de Vox a la alcaldía lo votó su familia, y no toda”. La otra repite a cada rato una especie de jaculatoria: “Es que Facebook tiene mucho peligro”. El incendio continuo de las redes –las acusaciones falsas, el bulo del favoritismo en las subvenciones, la incitación a la desconfianza y el discurso del miedo y hasta del odio a los extranjeros– no se corresponde en absoluto con la vida diaria del pueblo. No hay rejas en las ventanas y la ropa está puesta a secar en las fachadas. Los marroquíes van y vienen tranquilamente de la mezquita, situada en la calle Núñez de Balboa, frente a la casa de un vecino –furgoneta blanca de trabajo, Mercedes negro y lustroso para ir de paseo– que los observa tranquilo desde la puerta de su parcela: “Los hombres entran al culto por aquí, y las mujeres por la calle de atrás. Es verdad que esto está atascado siempre de marroquíes, pero no se meten con nadie ni dan problemas. Si acaso algunos jóvenes, ya sabe usted, que venden cosas que no tendrían que vender...”. Una concejala explica que, aunque el padrón diga que los inmigrantes censados son ya el 27% de la población, en las escuelas ya suponen el 50% de los alumnos, pero que por el momento eso no crea ningún problema: “No hay más absentismo escolar que si todos fueran de aquí. Las madres marroquíes están igual de pendientes de sus hijos pequeños que las españolas.”.
Otra cosa es cuando los hijos se van haciendo mayores. José Manuel Balsera no es de Talayuela ni ha votado a Vox, pero trabaja en el juzgado de paz, un observatorio privilegiado de lo que ocurre en el pueblo y no se ve a simple vista. Al igual que Emiliano Paniagua, no duda en atribuir los resultados de Vox al alto número de inmigrantes. “La gente los ve por la calle paseando o parados en una esquina a pleno día”, explica, “y da la impresión de que no trabajan, pero es que son jornaleros, temporeros, o se han levantado de madrugada y ya han terminado su jornada”. Balsera dice que los marroquíes “viven asustados”. Y lo explica: “Siempre están pendientes de tener los papeles en regla, de que no caduquen, y en cuanto tienen un niño, a los dos días, ya quieren sacarle el DNI al crío. Yo les digo: '¡Si yo no tuve DNI hasta los 10 años!'. Pero a ellos les da seguridad”. El joven empleado del juzgado de paz explica que, dentro de la población inmigrante, hay dos situaciones diferentes: “La de los padres, que han venido a trabajar y viven pendientes de sacar a su familia adelante, y la de los hijos a partir de la adolescencia, que sienten en sus carnes la falta de identidad. No se sienten ni marroquíes ni españoles. No les gusta España, pero tampoco contemplan ya el regreso al país de sus padres. De ahí que algunos, como señal de rebeldía, empiecen a tener problemas con la justicia: peleas entre ellos, pequeños hurtos, consumo o trapicheo… Eso hace que sus padres vivan en un continuo sinvivir. A veces tienen que venir al juzgado porque sus hijos no se han presentado a una citación y explican que se han marchado de casa y que no saben dónde están…”.
En el Gran Café Mirabel, un pequeño bar justo enfrente del Ayuntamiento, no suelen entrar inmigrantes. En la barra, un padre de unos 50 años y un hijo de 30 comparten un par de botellines de cerveza y una tapa de callos. Dicen que no han votado a Vox, pero su discurso es idéntico al de Santiago Abascal. Un lugar común detrás de otro hasta formar una fila interminable de acusaciones falsas y miedos injustificados. “Mírelos”, dice el hijo, “ya regresan de la mezquita, cada día son más. Terminarán por echarnos…”. Es curioso, pero cuando describen a los inmigrantes, con esa especie de recelo que conduce al rechazo, parece que estuvieran revelando la fotografía en sepia que de sus propios abuelos hubiesen podido hacer medio siglo atrás: familiares, solidarios, creyentes, ahorradores, varados muchos de ellos en la encrucijada de la emigración. “Yo regresé de Holanda”, explica Emiliano Paniagua, “antes de que mi muchacha y mi muchacho se casaran allí y tuvieran hijos. Los nietos me hubiesen cortado el camino de vuelta”.
Algo más de 400 kilómetros en dirección al sur está Lucena del Puerto, un pueblo de Huelva donde la relación entre el apoyo a Vox y el número de inmigrantes parece haber sido determinante, porque de los 3.300 vecinos, el 35% son extranjeros –en su inmensa mayoría rumanos– y la formación de ultraderecha ha obtenido un 36% de los votos. Sin embargo, al contrario que sucede en Talayuela, los vecinos consultados –ya sean españoles o extranjeros– dudan de que esa sea la causa. Rocío, dueña de una plantación de fresas que ha pasado de padres a hijos, lo vincula más al enfado de los agricultores por el problema del agua de riego que ninguno de los partidos tradicionales ha sabido solucionar. “Yo he visto a mi padre y a mi tío tirados en el suelo, llorando de impotencia”, explica, “cuando la Guardia Civil ha venido a cerrarnos los pozos sin darnos otra alternativa. Esa puede ser la causa del voto a Vox, nada que ver con los inmigrantes. Yo llevo contratándolos desde hace décadas y ya tengo relación personal con muchos. ¿Quién si no iba a recoger nuestros cultivos? Elena Bajanaru, la dueña de la tienda de ultramarinos Romanesc, está de acuerdo. “Siempre hay algún vecino que dice que nos volvamos a Rumania”, admite, “pero son los menos. Yo llevo 15 años aquí y pago mis impuestos. Tengo tanto derecho a estar aquí como el que más. Está claro que hay rumanos malos, ¿pero todos los españoles son santos? ¿No hay españoles en las cárceles?”
Saadia Boujtat regresa a su casa en Talayuela con las bolsas de la compra. Llegó de Oujda, una localidad de la costa marroquí fronteriza con Argelia, hace 22 años. Su marido y su hermano ya se habían instalado en Talayuela. Tiene cuatro hijos, ya mayores de edad, dos chicos y dos chicas. “Uno ya trabaja en una empresa de plásticos de Navalmoral”, dice con orgullo, “el otro está estudiando en Almendralejo, y de las chicas, una trabaja en el campo y la otra cuidando a una señora muy buena de 90 años”. Saadia, que en árabe significa ayuda de Dios, ha trabajado en el campo, repelando tabaco, y también en fábricas de envasado de espárragos y de pimientos. Se ha enterado de lo de Vox, pero ni ha notado el rechazo ni se siente incómoda en el pueblo.
–¿Y piensa volver a Marruecos?
Su sonrisa anticipa la respuesta.
–Claro, de vacaciones.
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