Ya solo nos queda el repelús
En el segundo debate los candidatos llevaron sus caricaturas hasta el final y los indecisos probablemente elijan no al menos malo, sino al que les dé menos grima
El segundo debate en La Sexta a lo mejor fue histórico, si es que llega Vox y va y la cierra. Sabiendo que, gracias al cielo, no hay tercer debate, esta vez todos entraron a matar desde el principio. Les habían hecho el esquema de las dos ideas que tenían que dejar claras. Sánchez: no voy a pactar con Ciudadanos, nunca he pactado con los independentistas. Casado: Sánchez, “el más mentiroso”, igual a batasunos más golpistas y Venezuela, va a subir los impuestos. Rivera venía lanzado del primer debate y empezó a sacar cacharros de la mochila: la tesis de Sánchez, para dársela en directo. Aunque el presidente estuvo rápido y le regaló el libro de Abascal. Por un momento pareció que habían organizado el amigo invisible, en plan política de pactos con sorpresa. Pero el líder de Ciudadanos se moderó con la cartelería, debió de hartarse de memes todo el día. Aunque al final volvió a poner una foto en el atril, como si ya se quedara a vivir allí, de lo cómodo que estaba.
Iglesias, con jersey negro de marca republicana (eso era la media cabeza del emblema), parecía un poco curilla, empezó hablando de cardenales y aunque ya no se llevó el catecismo constitucional llamó a todos al orden varias veces con gesto apesadumbrado (“¿qué eres, el árbitro?”, le preguntó Rivera). Pero podía permitírselo porque nadie le hacía ni caso, los de la corbata se zurraban entre ellos y a ratos estaba desaparecido. Casado y Rivera atacaron varias veces en estéreo al líder socialista, dos contra uno, como en el patio del colegio. El tema de máxima tensión, con más insultos, volvió a ser el de la igualdad de sexos y la violencia de género.
Casado esta vez estuvo más sólido, aunque tuvo sus momentos de grandilocuencia cómica (“he propuesto un plan Marshall para ayudar a África”). Llegó dispuesto a romper una ventana si era preciso, con tal de demostrar que el duro era él, y no Rivera. Casi le asomaba el tirachinas en el bolsillo. Pero siempre frenaba para reivindicar que él en realidad es un moderado, dejaba el papel de macarra a Rivera. En los dos debates ha mirado más al centro. El líder de Ciudadanos volvió a superarle, incluyéndole en el timo del bipartidismo, y siendo más empático, más coloquial con el espectador (citó hasta a su abuela). Borda las frases de repetir luego en el bar. El padre Iglesias le metió en vereda al decirle que era un maleducado y a mucha gente que le vota eso no le gusta. El mejor momento del líder de Unidas Podemos fue cuando proclamó una de las pocas certezas de los españoles: "El alquiler es caro". Amén.
El debate fue más animado, más interesante, denso en muchos temas —aborto, eutanasia, inmigración—, menos milimetrado, las preguntas de los moderadores fueron buenas, pero hubo varios ratos en los que no se entendía nada, todos hablando a la vez y soltando su rollo con el piloto automático. Se hizo largo y ya ni los insultos sobresaltaban, eran repetidos. Como mucho solo se esperaba la tontería que se fuera a hacer viral al día siguiente. Las emociones fueron nulas, escaso calor humano. Un tercer debate habría sido de suicidio colectivo como país. Aunque habrían quedado solo bandas de niños y se habría arreglado el problema de las pensiones.
Buñuel usaba en sus películas la repetición como mecanismo de ruptura de la realidad, para hacer saltar las convenciones y que fluyera el absurdo. Cómo habría disfrutado con el segundo debate, y soñado con un tercero, y un cuarto, hasta el mismo sábado. Que ya durmieran y comieran allí, condenados a escucharse, hasta que por agotamiento, rendidos sus asesores, acabaran mostrándose como realmente son. Porque quién sabe cómo saldrán luego y qué pactos harán. Con tanta falta de naturalidad, ¿quiénes son en el fondo estos tipos que hemos escuchado a deshoras dos días seguidos? Al menos lograron hacerse insoportables unos a otros. En el minuto final Casado siguió avisando de que llega el lobo y va a ser él o la catástrofe; Sánchez avisó de que viene la derecha, pero la de verdad, y él está muy cerca de repetir, con la ilusión que le hace; Rivera empezó a enumerar a su familia para acabar metiendo a todos los españoles dentro de ella, casi pagando una ronda a todo el país; Iglesias repitió que sí se puede, pero como cansado, y acabó con un golpecito en el pecho.
Lo fascinante es la incapacidad recíproca de captar el más mínimo atractivo en el contrario. En la derecha fliparon en el primer debate con Cayetana Álvarez de Toledo y el lunes con Rivera, algo incomprensible para el otro bando, que solo siente reacciones alérgicas. En la izquierda se nota menos entusiasmo con lo que tienen, pero la derecha alucina de que no vean a Sánchez como un tunante redomado y a Iglesias como un perroflauta de la peor especie (con lecturas), ambos un peligro increíble para España. En esta incomprensión mutua, con candidatos y electores agarrados a sus caricaturas, está la España de siempre. Los indecisos, uno de cada cuatro, quizá la proporción normal de gente corriente, probablemente elijan no al menos malo, sino al que les da menos grima, una sensación física. El segundo debate mostró a los candidatos llevando sus personajes hasta el final. Ya solo nos queda el repelús como último recurso.
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