El PP adopta la sonrisa de Casado
La convención fomenta la autoestima del partido, marca distancias con Vox y honra a Aznar
La mueca sonriente de Pablo Casado ha sido la contraseña de la Convención del PP. Se sonríe la militancia a imagen del líder en los pasillos de Ifema. Proliferan los selfis, los “me gusta”, los alardes de dentadura. Han recuperado los populares la autoestima. Y se han concedido un extraño ejercicio de amnesia: eludir la existencia del marianismo, convenir que Casado es el heredero interpuesto de Aznar. Aunque fuera Aznar quien ungió a Rajoy. Y aunque Rajoy desempeñara durante siete años el despacho de La Moncloa, y durante 14 años, la presidencia del partido.
Rajoy ha tenido que reivindicarse a sí mismo en la convención en un papel humillante de telonero. Alertó contra el adoctrinamiento, contra el ardor ideológico, pero fue un episodio voluntarista subordinado al protagonismo totémico de Aznar, cuyo homenaje a la originalidad dialéctica de Manuel Fraga —ni tutelas ni tutías— le permitía proclamar la emancipación de Casado como líder del PP, no sin antes relamerse en su papel de reina madre y entregar al delfín el mapa de la victoria: el Partido Popular debe convertirse en la casa común del centro derecha reformista, asumiendo una equidistancia entre el liberalismo, la idiosincrasia democristiana y los fundamentos conservadores.
Impresiona el descaro con que Aznar se recrea en su resurrección. Fue él quien alimentó el monstruo del nacionalismo, quien bendijo los tanques de la guerra iraquí y quien lideró el partido en los años dorados de la corrupción, pero ha logrado blanquearse con el abrazo de Vargas Llosa y con el dentífrico albino que ilumina la dentadura de Casado, protagonista de un discurso de clausura autoritario cuyos vaivenes de hipoglucemia reflejan a la vez el optimismo y el pánico del PP.
Optimismo porque la investidura de Moreno en Andalucía y la reclamación casadista del voto útil, genuino, ensimismado —"el voto del PP solo está en el PP"— convierten a los populares en la llave maestra de futuros gobiernos. Y pánico porque la ambición de concentrar el espectro centrista y moderado define, identifica, al mismo tiempo, la competencia tradicional del PSOE y la rivalidad explícita, elocuente, de Ciudadanos, sin olvidar la fractura electoral que supone a estribor la irrupción del nacional-populismo-friquismo de Vox.
Casado no mencionó al partido de Abascal. Lo restringió a una imitación, a una adulteración de la doctrina popular, a una corriente subalterna. Tuvo en cuenta en su discurso los argumentos más afines a la psicosis de Vox —bandera, inmigración, seguridad, defensa de la vida—, pero la intervención del presidente —tan larga como si necesitara convencerse a sí mismo— y la de sus precursores, Aznar y Rajoy, mantuvieron al PP fuera de la intoxicación ultraderechista.
Se trata de establecer un cordón sanitario conceptual, de confortar al votante sensato, aunque las necesidades políticas y aritméticas que ya se han predispuesto en Andalucía van a exigir a los populares coexistir, pactar y condescender con la derecha feroz.
Nadie mejor que el propio Moreno para escenificar en Madrid el cambio de inercia. Su calor dialéctico, su folclorismo y su euforia calentaron el graderío, enardecieron a la militancia en la clausura dominical, pero no pudieron ocultar la gran paradoja de la convención: el nuevo PP se aferra a la victoria póstuma del marianismo, convierte al delfín de Soraya. o sea, Juan Manuel Moreno Bonilla, en el estandarte y la superstición del porvenir.
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