Las relaciones hispano-saudíes, un asunto de familias reales
La sintonía entre la Casa de Saud y los borbones abrió puertas a las empresas españolas
El 2 de agosto de 2005 la bandera española ondeó a media asta en todos los edificios oficiales. Poca gente se enteró de que lo hacía en señal de duelo por la muerte del jefe de un Estado absolutista y teocrático: el rey Fahd de Arabia Saudí. El presidente Zapatero accedió a declarar luto nacional a petición del rey Juan Carlos, quien interrumpió sus vacaciones en Mallorca para volar a Riad a dar el pésame al heredero: el príncipe Abdalá.
Ningún otro país (salvo el minúsculo principado de Liechtenstein) lleva el nombre de la dinastía reinante. Por eso no es extraño que muchos hayan creído que el reino era coto privado de una familia y confundido las inmensas reservas petroleras del Estado con su patrimonio particular. La historia de las relaciones hispano-saudíes gira en torno a las de sus dos casas reales: la Saud y la Borbón.
El acercamiento entre los dos países empezó antes, en pleno franquismo. En febrero de 1957, el rey Saud bin Abdelaziz visitó por primera vez España. Un Franco todavía aislado internacionalmente le recibió alborozado. La retórica de la “tradicional amistad hispano-árabe” estaba en su apogeo. La nostalgia de Al Andalus y la admiración de los autócratas árabes por el dictador, con el que compartían su antisemitismo, hicieron el resto. En 1973, en plena crisis de abastecimiento de petróleo, Riad garantizó a Madrid la continuidad del suministro; eso sí, a precios de mercado.
Con el ascenso al trono de don Juan Carlos la relación alcanzó un nivel de intimidad que solo podía darse entre quienes compartían sangre azul. El primero se refería a Fahd como su “hermano” y el segundo le demostraba su afecto con generosa prodigalidad. En 1977, el rey saudí le hizo un préstamo sin interés de 100 millones de dólares que habría servido, en parte, para financiar la campaña electoral del partido creado desde el poder para pilotar la transición a la democracia, la UCD. En 1979, le regaló el yate Fortuna (la tercera embarcación que tuvo don Juan Carlos con ese nombre) con el que navegaría durante dos décadas. Este tipo de dádivas, hoy prohibidas, se admitían entonces sin escándalo.
En los años setenta, de la mano del traficante de armas Adnan Khashoggi, el rey Fahd desembarcó en Marbella, donde se construyó un suntuoso palacio en plena milla de oro. Cada vez que llegaba el monarca saudí, acompañado de su corte de cientos de príncipes, era como si tocara el gordo de Navidad en la Costa del Sol. Las gestiones de don Juan Carlos fueron decisivas para que empresas españolas se hicieran con contratos como el AVE del desierto y las cinco corbetas de Navantia. En un país donde no hay concursos públicos propiamente dichos, ni procedimientos reglados de selección, ni plazos para adjudicar los contratos, la posibilidad de acceder directamente a quien concentra todo el poder de decisión no tiene precio.
Juan Carlos I viajó en numerosas ocasiones a Arabia Saudí con carácter oficial o privado, la última durante la pasada Semana Santa, y alguna vez también acompañado de su amiga Corinna Larsen, a la que colocó como gestora del ruinoso fondo hispano-saudí, aunque ella no logró ser comisionista del AVE como pretendía.
La situación en los últimos años ya no es la misma. Influido por su nueva esposa, el rey Salman ha cambiado Marbella por Tánger como lugar de descanso. Felipe VI tampoco comparte la afición del Rey emérito por la lujosa corte de Riad y al nuevo hombre fuerte del régimen, el príncipe Mohamed bin Salman, le conoció hace solo seis meses, durante su visita a Madrid. Aun así, el vínculo entre las dos casas reales sigue siendo privilegiado. Cuando, en septiembre pasado, el anuncio de que España suspendía la entrega de 400 bombas a Riad estuvo a punto de provocar una crisis diplomática, el Rey intervino para neutralizarla, según admiten fuentes gubernamentales. Como tantas veces hizo su padre.
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