El dolor por 854 muertos y miles de amenazados y heridos
Las víctimas de ETA reivindican la memoria de lo ocurrido para no cerrar en falso 50 años de terrorismo
A Francesc Manzanares hablar de ETA y su disolución le sigue removiendo emocionalmente. No es para menos. El 19 de junio de 1987 su hermana Mercè, de 30 años, había acompañado a comprar un bañador a los hijos de su otra hermana, Núria. Los pequeños, Silvia y Jordi, tenían solo 12 y 9 años. Los tres murieron asfixiados en el atentado de Hipercor, en Barcelona, y forman parte de las más de 300 víctimas civiles que ha dejado ETA a lo largo de su historia. Él, tres décadas después, aún llora cuando habla de los pequeños y del sufrimiento eterno de su hermana y su cuñado. “Me parece muy bien que se cierren heridas”, dice. “Pero aún queda mucho por hacer. Los problemas de las víctimas continúan”.
Al guardia civil Javier López se le quebró la vida con tan solo 21 años. En 1978 estaba destinado en el servicio de información de Basauri (Bizkaia) y vivía con su mujer y su hijo recién nacido en la casa cuartel de Galdakao. Tras un asalto de miembros de ETA al edificio, que duró 25 minutos, tres balas acabaron en su hígado, en uno de sus riñones y en su columna vertebral. Pasó dos años en silla de ruedas y tuvo que dejar el cuerpo. Es uno de los miles de miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado heridos por ETA. Cree que la disolución “no cambia nada de nada”. “Es una farsa, solo un lavado de imagen para una banda que ha sido derrotada policial, judicial y socialmente”, opina. “No veo ninguna diferencia con la situación de hace dos semanas. Si a alguna víctima le tranquiliza saber que no van a volver a actuar, eso es positivo. Pero ni entregan las armas ni van a colaborar con la justicia para resolver los más de 300 crímenes que quedan impunes”.
Montxo Doral era ertzaina, vasco e independentista. Su mujer, Cristina Sagarzazu, también. No dejó de serlo después de que ETA matara a su marido el 4 de marzo de 1996. “Solo faltaba que esta gente cambiara mis ideales”, defiende ella, 22 años después de convertirse en víctima del terrorismo. “Pero mis ideas no son compatibles con la violencia. Mi lucha no es la suya. El comunicado en el que ETA se disuelve aún tengo que digerirlo. Me cuesta hablar en caliente. Está bien que lo dejen, claro, pero han causado mucho sufrimiento, mucho, y por nada. Por suerte creo que ya nadie les cree, que la sociedad sabe que la violencia ha sido en balde”. Sagarzazu, de 62 años, quedó viuda demasiado pronto, con tres hijos a los que criar. Vive en Hondarribia (Gipuzkoa).
Fernando Garrido tiene 59 años, vive en Jaca (Huesca) y prefiere no hacer mucho caso a las noticias sobre la banda terrorista, incluyendo al comunicado en el que anuncian su disolución. “Trato de verlo fríamente”, dice. “Para mí lo más importante fue cuando dejaron de matar. Eso lo cambió todo, cambió el país y la convivencia. La disolución... pues es otro paso. No sé, yo pienso mucho en mis padres y en mi hermano, por supuesto, pero no quiero leer constantemente cosas sobre ETA”. El 25 de octubre de 1986 ETA asesinó en San Sebastián a su padre, el gobernador militar de Gipuzkoa Rafael Garrido, a su madre, Daniela Velasco, y a Daniel, su hermano de 21 años, colocando una bomba sobre el coche oficial del militar.
Estos son solo algunos testimonios, algunas historias, de víctimas que de una u otra manera han visto su vida truncada o gravemente alterada por la banda terrorista, que a lo largo de sus 50 años de existencia ha dejado un balance atroz, lleno de dolor y de familias rotas: 854 personas asesinadas (853 según los datos del Ministerio del Interior más el policía Jean-Serge Nèrin, asesinado en Francia el 10 de marzo de 2010) y varios miles de heridos y amenazados.
Más de la mitad eran guardias civiles, policías y militares
De los muertos, en torno a 500 eran miembros de las Fuerzas Armadas o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (fundamentalmente, y por este orden, guardias civiles, policías nacionales y militares). El resto, políticos, periodistas, jueces, empresarios, gente que pasaba por allí... El cómputo global incluye los asesinatos de los Comandos Autónomos Anticapitalistas y otros casos que el Gobierno considera del entorno de la banda aunque no sean estrictamente víctimas de ETA.
Algunos casos son claros, víctimas que murieron por heridas provocadas en un atentado. Otros —muy pocos— son más indirectos. Como el de un hombre que murió atropellado mientras participaba en las tareas de rescate tras el atentado a la casa cuartel de Vic (Barcelona), en 1991. O como Ambrosio Fernández Recio, que dormía en su casa de Mondragón (Gipuzkoa) cuando unos jóvenes lanzaron unas bombas incendiarias contra un banco que había en la planta baja de su edificio el 6 de enero de 2007. El señor, un anciano de 79 años, fue desalojado, inhaló mucho humo, salió al frío de la calle y falleció en el hospital dos meses más tarde. Fue considerado víctima del terrorismo.
Las estadísticas de víctimas mortales van mostrando los cambios estratégicos en la historia criminal de ETA. Antes de la muerte de Franco, entre 1968 y 1975, ETA mató a 44 personas (solo el 5% del total de su historial de asesinatos). Poco después, y tras dos años relativamente similares en número de víctimas mortales (18 en 1976 y 12 en 1977), en 1978 —el año en el que se aprueba la Constitución— el número de asesinatos se multiplicó brutalmente: 65 en 1978, 77 en 1979 y 95 en 1980 (el año con mayor número de muertos). En tan solo tres años perdieron la vida 237 personas.
La soledad
Eran años en los que las víctimas, además, se sentían muy solas. Una de las fundadoras de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), la fallecida Ana María Vidal Abarca, recordaba en este diario tras el cese de la violencia en 2011 la dificultad incluso de celebrar un funeral. Y no solo en el País Vasco; también en Madrid. Su marido, policía foral de Álava, el comandante Jesús Velasco, murió asesinado el 10 de enero de 1980. “Nadie nos hacía caso”, señalaba. “Yo, junto a Sonsoles Álvarez de Toledo e Isabel O’Shea, fundé la asociación para que las víctimas no se sintieran solas. Había muchas chicas jovencísimas con niños pequeños que se habían tenido que volver del País Vasco a su pueblo, a pueblos recónditos de toda España, y que casi tenían que ocultar que eran víctimas del terrorismo”. Salían de Euskadi de manera clandestina y no tenían derecho a pedir ni un psicólogo.
El ex guardia civil Javier López, hoy vicepresidente de la asociación de víctimas de las fuerzas y cuerpos de seguridad, recuerda exactamente lo mismo. “En el País Vasco estábamos solos y marginados. Nuestras familias tenían que ocultar dónde trabajábamos. Nuestras mujeres temían que reconocieran su acento en las tiendas porque entonces tenían que dar explicaciones. Nuestros hijos, en las escuelas, tenían que decir que su padre trabajaba en alguna gran empresa, como Telefónica, y que por eso vivíamos allí. Después, cuando sufrías un atentado, para la sociedad española tampoco existías. Sí para tu entorno más próximo, pero el resto de la gente daba la espalda al terrorismo. Solo tras las grandes masacres, como el atentado de Hipercor o el de la casa cuartel de Zaragoza, y cuando ETA empezó a matar a personas con relevancia social y política, la sociedad cambió. El secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, por supuesto, supuso un antes y un después”.
La muerte del concejal del PP de Ermua (Bizkaia), de 29 años, en agosto de 1997, logró el reconocimiento social definitivo de la brutalidad del terrorismo. Surgieron más asociaciones de víctimas —ahora casi cada Comunidad Autónoma tiene una— y numerosas fundaciones en memoria de personas asesinadas, como Fernando Buesa o Gregorio Ordóñez. En 1999 se aprobó la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo y en 2011 la Ley de Víctimas del Terrorismo, que garantizaban ayudas hasta entonces impensables o complicadas. Los afectados, de todas formas, siguen quejándose de la inmensa burocracia y las luchas que muchas veces tienen que mantener aún hoy para que les reconozcan sus derechos.
Alfonso Sánchez Rodrigo, guardia civil, actual presidente de la AVT y víctima del atentado de República Argentina (Madrid) en 1985, habla sin pudor del miedo. En 1988 fue destinado a Eibar (Gipuzkoa). “Dormías con la pistola cerca de la cama y apretabas el culo cada vez que pasabas por un túnel por si había una emboscada”. Ahora tiene 52 años. “ETA ha causado mucho dolor, destrozado familias enteras. Lo de ahora es el principio del fin, pero queda mucho por hacer. Quedan las víctimas, el perdón, los más de 300 atentados sin esclarecer... Yo lo único que quiero es que esto no se repita, que nos llevemos los fantasmas a la tumba y no dejemos nada de esto a las nuevas generaciones. Solo el relato de lo ocurrido, para que no vuelva a pasar. Yo estaba ya convencido de que ETA no iba a volver a matar, pero me molestan las formas que están teniendo, que sigan con lo suyo, con su teatrillo. Este cierre no es el que debería ser. Están evitando la foto de la derrota”.
El día en el que Sánchez Rodrigo sufrió su atentado, el 9 de septiembre de 1985, cuando esperaba medio desnudo en una sala de urgencias con otros compañeros heridos a que llegaran los médicos, un hombre amable entró en la sala para interesarse por su salud. Era Ernest Lluch, ministro de Sanidad. Quince años después, y ya retirado de la vida política, fue asesinado por ETA.
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