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Crimen de las niñas de Alcàsser
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Alcàsser: el horror elevado al cubo

Si para mí era inquietante aquel paisaje desolado, me imaginaba el terror de ellas

Miquel Ricart, uno de los acusados, durante el juicio de 1997.Foto: atlas | Vídeo: Ramón Espinosa

Se cumplen hoy 25 años del secuestro de tres niñas y todavía ahora está viva la enorme sacudida que eso supuso para toda la sociedad. Después vendrían 75 días de angustia colectiva. 75 días de búsqueda infructuosa y desesperada. 75 días en los que todo el mundo intentaba rechazar un presagio que los investigadores tenían desde el primer momento de la desaparición. 75 días que concluyeron con el hallazgo de los cadáveres de Desirée Hernández, Miriam García y Antonia Gómez, salvaje y brutalmente violadas después de haber sido raptadas durante la tarde-noche del 13 de noviembre de 1992. El crimen de las niñas de Alcàsser, a tiro de piedra de la capital valenciana, forma ya parte de la historia de España.

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La incertidumbre, el miedo, la desesperanza y la angustia de los padres de las tres menores fue compartida con millones de españoles a través de programas de televisión que en esas fechas hacían furor. Y, al final, el horror elevado al cubo supuso un antes y un después en la criminalidad española. Nunca antes había sufrido España un crimen con tanta vesania.

Ha pasado un cuarto de siglo pero aún me da un vuelco el corazón al recordar aquel 27 de enero de 1993, cuando saltó la noticia de que alguien había encontrado varios cuerpos enterrados cerca de la presa de Tous. Las autoridades pedían prudencia. Pero no tuve la menor sombra de duda de que eran las niñas de Alcàsser. ¿De quién podían ser esos cadáveres? Solo de Miriam, Toñi y Desirée.

Siento el mismo escalofrío que sentí cuando comencé el ascenso de aquel monte de la partida de La Romana, cerca de Catadau. Iba en busca de la casucha donde las tres adolescentes habían sido violadas y torturadas tras haber sido llevadas allí por los desalmados que las recogieron cuando hacían autostop. El camino hacia la cumbre no era tal y el coche del fotógrafo daba sacudidas sin parar cada vez que pisábamos una piedra puntiaguda. Si para mí era inquietante aquel paisaje desolado, me imaginaba el terror que debieron experimentar Miriam, Toñi y Desirée en medio de la noche, sin saber dónde eran llevadas por aquellos individuos.

Llegó un momento en que tuvimos que echar pie a tierra. Era imposible seguir. Unas alimañas sobrevolaban el picacho donde estaba la casa de los horrores. Sentía en mis propias carnes la angustia que tuvieron que experimentar las tres niñas, forzadas a caminar hacia un destino horrible. Casi podía escuchar sus lloros y sus gritos de espanto en medio de la nada, hasta llegar descompuestas a aquella casucha abandonada. Hasta llegar al infierno.

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La vivienda, sucia y maloliente, tenía dos plantas. En la de arriba había un poste de madera al que los asesinos habían atado a las chicas. Allí, en aquella estancia habían sido violadas y torturadas en una especie de orgía salvaje. Pese a que yo no conocía entonces los terribles detalles, era fácil de imaginar las largas horas de agonía, humillaciones y sufrimientos que pasaron las tres niñas en manos de aquellas bestias de aspecto humano.

No lejos de allí estaba la fosa en la que los asesinos habían sepultado los cadáveres. Eran unos pocos metros que las adolescentes se habrían visto obligadas a recorrer, rotas y ensangrentadas, sabiendo que era el final de sus vidas. Unos minutos terribles que, al recordarlo, todavía me hace estremecer. Porque tuvo que ser espeluznante el instante en que una detrás de otra fueron asesinadas de un tiro, sin que nadie oyera sus gritos ni oyera las detonaciones. Y después, el silencio.

La búsqueda colectiva en la que participó toda España a través del programa televisivo Quién sabe dónde, de Paco Lobatón, no dio ningún fruto. Hasta que Gabriel Aquino y José Sala subieron al monte, en la mañana del 27 de enero de 1993, a revisar sus colmenas. Fue entonces cuando Aquino se sentó en una piedra para recuperar el resuello y descubrió que emergía de la tierra una mano descarnada, como si fuera la de un náufrago desesperado.

La Guardia Civil cercó la zona en busca de pistas que aclararan el triple crimen. Así fue como encontraron un volante de papel del hospital La Fe de Valencia, expedido a nombre de Enrique Anglés. Era un hombre con personalidad trastornada, perteneciente a una familia muy conocida en Catarroja por haber tenido algunos de sus miembros más de un problema con la justicia.

Más tarde se sabría que ese volante correspondía en realidad a Antonio Anglés Martins, de 27 años, que había acudido al centro médico para ser atendido de blenorragia. Con frecuencia suplantaba la identidad de su hermano Enrique. Pero eso lo conocieron los guardias civiles cuando ya Antonio se había dado a la fuga y, tras burlar el cerco, escapar a Portugal y llegar a Irlanda escondido en el mercante City of Playmouth. 25 años después, nadie sabe qué fue del sospechoso numero uno del triple crimen.

Un cuarto de siglo después, el único culpable de la violación y muerte de Miriam, Toñi y Desirée es Miguel Ricart, un amigo de correrías de Antonio Anglés, que fue condenado a 170 años de prisión. Solo cumplió 21 de ellos y recuperó la libertad en 2013.

El caso Alcàsser ha sido objeto de las más disparatadas y rocambolescas teorías, azuzadas en su día por un programa de televisión. La más extendida sostiene que las niñas fueron víctimas de una orgía sexual en la que habrían participado personajes relevantes de la vida pública. Lo innegable es que el triple asesinato fue un hito en la criminalidad española al dejar al descubierto la existencia del lumpen urbano. Creo que la herida social causada por la violación y asesinato de las niñas jamás se cerrará.

Jesús Duva siguió el crimen como periodista para EL PAÍS.

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