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Seis figuras, seis estilos, seis legados: señores presidentes

Retratos de los políticos que han liderado la transformación de España en los últimos 40 años en democracia

Adolfo Suárez vuelve al Congreso en 1986 para estar presente en el debate sobre la OTAN.
Adolfo Suárez vuelve al Congreso en 1986 para estar presente en el debate sobre la OTAN.Marisa Flórez
Carlos Yárnoz

1976-1981

Adolfo Suárez

El despreciado

Aquel falangista converso de permanente y seductora sonrisa parecía alimentarse solo de cafés, tortillas francesas y cigarrillos Ducados. Y no dormía más de cuatro horas diarias. A sus cuarenta y pocos años, dedicaba su vida a una meta para la historia: dejar atrás una larga dictadura y estrenar una democracia. Lo logró en un tiempo récord. Sin embargo, en la España de los desagradecidos Adolfo Suárez seguirá ocupando un lugar de honor entre los más injustamente tratados por sus contemporáneos. Fue traicionado hasta por los suyos, y cuando los verdugos quisieron rectificar ya era tarde.

Su militancia falangista era el pecado original del primer jefe de Gobierno democrático desde el golpe de Estado de 1936. Pero también ahí residía su mérito. ¿Cómo interpretar si no que quien había sido jefe del partido fascista liderara el consenso para la Constitución y legalizara el Partido Comunista? ¿O que convenciera a sus camaradas procuradores para que se hicieran el harakiri y dejaran paso a unos diputados elegidos democráticamente hace ahora 40 años?

El hombre del “puedo prometer y prometo” era consciente de la enorme trascendencia de lo que hacía, como demostró al dejar para los anales esta frase en vísperas del 15-J: “Prometimos devolverle la soberanía al pueblo español, y mañana la ejerce”. Y lo consiguió bajo el estruendo de las bombas de ETA, los ruidos de sables en los cuarteles y el desprecio de la élite.

Pues bien, lejos de ser considerado el puente entre la dictadura y la democracia, Suárez fue “un traidor” para los franquistas, un usurpador para los conversos y un don nadie para los jóvenes líderes de la época. Para el “tahúr del Misisipi”, “el inculto de las cloacas del franquismo” —en palabras de Alfonso Guerra—, el reconocimiento le llegó cuando su cerebro ya era incapaz de asimilar la realidad. Hasta el reloj de la vida fue injusto con él.

1981-1982

Leopoldo Calvo Sotelo

El pianista

En La Moncloa ha habido ruido de sables, golpes de raquetas de pádel o tintineos de vasos de vino al amanecer, pero en los 21 meses que estuvo allí Leopoldo Calvo Sotelo el sonido dominante fue el del piano. Aquel hombre tímido, culto y arrogante se evadía así en su convulso mandato jalonado por dos intentos de golpe de Estado: el del 23-F y el del 27-O.

Se sentía superior. Decía que, para ser presidente, había que tener experiencia política, saber economía y dominar idiomas. O sea, él. Y llegó. Su primera sorpresa fue que en la caja fuerte, allá donde esperaba encontrar los secretos de Estado, solo halló los números de la clave para abrirla. “Mi antecesor no había tenido tiempo de entregarme casi nada, salvo el poder y un golpe militar, que no es poco”, contó en sus memorias. La autoridad de La Esfinge, como fue llamado por su gesto inexpresivo, quedó a salvo al superar la prueba de detener y enjuiciar a los golpistas, pero su presidencia quedó marcada por dos controvertidas decisiones. El apresurado ingreso en la Alianza Atlántica se convirtió en una palanca del PSOE —“OTAN, de entrada no”— para ganar las elecciones en 1982. La segunda fue el cierre del mapa autonómico en un momento en el que hasta Segovia reclamaba una región propia. ¿Por qué no, si ya lo eran Murcia o Cantabria?

Fue un cierre constreñido por una restrictiva ley de competencias —la LOAPA— corregida luego por el Constitucional. Lógico, cuando del protagonista comentaba entonces su ministro Rodolfo Martín Villa: “Si Leopoldo es autonomista, yo soy Sabino Arana”.

El 1 de diciembre de 1982, el sobrino de José Calvo Sotelo, protomártir de la Guerra Civil, daba la llave de la caja fuerte de La Moncloa al socialista Felipe González. Seguía vacía, pero la Transición había terminado.

1982-1996

Felipe González

El líder

A los siete años de la muerte de Franco, los españoles entendieron que había llegado el momento de entregar el poder a los osados. Asumieron plenamente el riesgo, porque le dieron a Felipe González la más amplia mayoría absoluta registrada hasta ahora: 202 de los 350 escaños del Congreso. Fue así como el militante Isidoro de la clandestinidad se convirtió a los 40 años en el primer presidente socialista de la democracia y el que más capacidad de maniobra ha tenido. La utilizó para modernizar un país en el que la historia se había detenido medio siglo atrás. Y lo hizo como un líder, es decir, imponiendo sus criterios. Por eso, su reconversión industrial y la modernización de la economía le costaron dos huelgas generales lideradas por su gran amigo y exaliado, el ugetista Nicolás Redondo.

Ya estaba entrenado. Empeñado en borrar el ADN marxista de su partido, dimitió como secretario general del PSOE al verse en minoría en el congreso de 1979, pero se salió con la suya meses después en otra convocatoria extraordinaria.

Era en esas ocasiones cuando Felipe González exhibía sus artes de convicción, su desbordante oratoria. Solo así consiguió lo imposible: convencer a los españoles de votar sí a la OTAN cuando su partido había prometido sacar al país de la Alianza Atlántica.

Esa mezcla de obstinación y persuasión la invirtió en el exterior como ningún líder español ha sabido hacerlo. No solo metió a España en la entonces Comunidad Europea, sino que, con Mitterrand y Kohl, formó el tridente que mayor brillo ha dado a la Europa reciente.

Como tantos líderes idolatrados, sus días de gloria se enturbiaron: los GAL, Luis Roldán, fondos reservados, escuchas del Cesid… Hasta que los electores le dijeron basta en 1996. Había pasado 14 años en el poder. Los que homologaron a España en el mundo.

1996-2004

José María Aznar

El arrogante

Los españoles conocieron con José María Aznar a la derecha sin complejos. El término lo usaba él para explicar que la ideología y el poder había que expresarlos sin miramientos. Fue todo un maestro porque, pese a definirse “heredero de la tradición liberal española”, ejerció de líder neoconservador que llevó a España a la guerra.

El hombre que prometió poner orden transformó el PP y el Gobierno en un ejército de temerosos soldados sometidos a las anotaciones del cuaderno azul del jefe. Por eso nadie osó mover una ceja cuando privatizó de un plumazo las joyas de la corona (Repsol, Telefónica, Endesa, Tabacalera) y entregó alguna a viejos compañeros de pupitre.

A lomos de una mayoría absoluta, con tasas de crecimiento económico por encima del 3% y un desempleo bajo (11%), Aznar entró en una fase de desconexión del mundo que le llevó a hablar español con acento texano. Así, dividió Europa al encabezar una sumisión a Washington que llevó al Ejército español a Irak. “El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva”, justificó con la tranquilidad con la que años después, entre aplausos, asumió que había comprobado tarde que no había tal.

No tan grave pero más ridícula fue otra prueba de ese alejamiento de la realidad: la boda de su hija Ana en El Escorial. Allí estaban los reyes, Blair, Berlusconi, ministros y exministros de Franco… Más de 200 coches oficiales se agolpaban junto al egregio monasterio convertido en teatrillo de la nomenclatura neoconservadora.

Sus últimas horas en La Moncloa pusieron fin a la ficción de la forma más dramática. En un póstumo quiebro a la realidad, Aznar dijo a los españoles que era ETA la que había asesinado a 200 personas en Madrid el 11-M. Fue la otra gran mentira de la que tampoco podrá escapar nunca, esta vez sin aplausos.

2004-2011

José Luis Rodríguez Zapatero

El optimista

Bajo los ecos del “Zapatero no nos falles”, el candidato socialista era aquel 14-M el único convencido de que iba a ganar. De José Luis Rodríguez Zapatero siempre han dicho sus amigos que es un optimista. Por eso gobernó España convencido de que todo iría bien, de que todas sus decisiones y ocurrencias darían buen resultado. A ZP, sin embargo, le estalló en la cara la peor crisis económica y algunas frivolidades le costaron los disgustos más desagradables.

Este “demócrata social más que socialdemócrata”, como se define, dio un buen lavado de cara a España con las leyes sobre el matrimonio homosexual, la dependencia, la igualdad o la memoria histórica. Y la exhibición de su talante, objetivo de injustas mofas, fue toda una lección de que se puede ser español y respetuoso con el rival. Aún fue más vilipendiado por favorecer un diálogo con ETA —“traiciona a los muertos”, le espetó Rajoy— que aceleró el fin del terror.

Por el contrario, sus veleidades y contradicciones quedaron pronto al descubierto. La víspera del atentado de Barajas aseguró que nos esperaba menos terrorismo. A los catalanes les prometió respetar su reforma estatutaria cuando no estaba en su mano. Se jactaba de sorprender con nombramientos originales, pero muchos elegidos eran arrinconados tras las fotos con el presidente. Y presumía de no acudir a actos religiosos, pero no se atrevió a poner en duda el extemporáneo Concordato.

Y llegó la decepción. Negó la crisis —“puro catastrofismo”— cuando ya había estallado y por eso tardó en retirar absurdas medidas como el cheque bebé. Cuando se cayó del caballo, ejecutó un gran ajuste —bajó el sueldo a los funcionarios, congeló las pensiones—, puso en marcha la reforma laboral y hasta cambió la Constitución para asegurar a los acreedores que ellos cobrarían por encima de las necesidades de los españoles.

Había fallado a sus votantes.

2001-Hoy

Mariano Rajoy

El previsible

Prometió ser un presidente previsible y lo es hasta aburrir. De hecho, su carácter anodino y sesuda formación de registrador auguraban para Mariano Rajoy una vida cómoda y monótona, de señor de provincias. Pues bien, ha trasladado la fórmula a La Moncloa, donde impera, como le gusta, “el sentido común”, las afirmaciones seguidas del “como Dios manda”.

Se retrató con Bertín Osborne: “Procuro desayunar con mis hijos a las ocho de la mañana y cenar a las nueve de la noche. Yo trabajo al día 12 horas 40 minutos”. No hay lugar para la sorpresa y, si llega, la disfraza de normalidad. Por eso, ya nos contó lo de “los hilillos de plastilina en estiramiento vertical” cuando del Prestige salían toneladas de chapapote. Y nos habló de “préstamo en condiciones favorables” en vez de rescate. Alcanzó el clímax con Luis Bárcenas: “Todo lo que se ha publicado es falso…, salvo alguna cosa… que es lo que han publicado los medios”.

Desde esa previsibilidad y normalidad, utiliza argumentos sencillos. “Por las carreteras tienen que ir coches y de los aeropuertos tienen que salir aviones”. “Un vaso es un vaso y un plato es un plato”.

Su sello de identidad es no adoptar decisiones. Lo explica con otra disquisición obvia: “A veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, que también es tomar una decisión”. La fórmula funciona. Ningún dirigente español ha visto desfilar más cadáveres políticos de adversarios. De casa y de fuera.

La técnica Rajoy le ayuda a superar con nota la peor recesión derivada del mayor ajuste de la democracia o la avalancha de corrupciones en el PP. Ya ha ganado tres elecciones. Pero la fórmula aún tiene que superar la prueba de fuego: el soberanismo catalán. Si lo logra, el frustrado registrador culminará su égida con la sorpresa menos previsible.

Sobre la firma

Carlos Yárnoz
Llegó a EL PAÍS en 1983 y ha sido jefe de Política, subdirector, corresponsal en Bruselas y París y Defensor del lector entre 2019 y 2023. El periodismo y Europa son sus prioridades. Como es periodista, siempre ha defendido a los lectores.

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