Machista, franquista y saqueador
Irene Montero toma la alternativa con un discurso largo y lastrado por la descripción de un estado de excepción democrática
La moción de censura ha adquirido dimensiones hiperbólicas en cuestiones de tiempo, exabruptos y vociferaciones, pero realmente se consumió o liquidó en los primeros minutos. Que fue cuando Irene Montero retrató a Mariano Rajoy como a un machista, un franquista y un saqueador. O cuando dijo que había hecho de la corrupción una forma de Gobierno. O cuando definió a España como una colonia de Alemania. O cuando acusó al líder popular de borrar la historia de la democracia. Era un discurso agresivo, incendiario, inculcado en la iconografía del tramabús, pero el recurso a semejantes exageraciones deslució el contenido mollar de la intervención. Y no porque fuera breve —dos horas de rendimiento exacerbado en la tribuna— sino porque las alusiones a las corruptelas, a las injerencias ministeriales, a los recortes, a las desigualdades sociales —descriptivas en la acción del Gobierno y susceptibles de una moción de censura ortodoxa— adquirieron un valor anecdótico frente a la descripción del búnker y la corrosión del Estado.
Irene Montero definía un estado de emergencia en la democracia española. Y acusaba a Mariano Rajoy de haber triturado el estado de derecho. Puede que Irene Montero tenga razón y que España sea antes un régimen que una democracia, una tiranía marianista encubierta, pero la anomalía y el estado de excepción en que nos encontraríamos contradice entonces el escrúpulo ideológico que Podemos arguyó para impedir la investidura de Pedro Sánchez. Cualquier recelo a Ciudadanos, cualquier desconfianza hacia un híbrido político palidece respecto a la prioridad que habría supuesto evacuar a Rajoy, liberarnos de una aberración que "lamina los derechos y las libertades". Y Podemos no lo hizo. Ni de manera activa, adhiriéndose a la idea catártica del "gobierno decente". Ni pasivamente, cuando la abstención o la neutralidad habrían facilitado el recambio de la Moncloa.
No pueden sustraerse Iglesias y Montero a su pecado original. Ni encubrirlo ahora revistiendo a Rajoy de comportamientos o resabios franquistas, atribuyéndole incluso relaciones dinásticas con Carrero Blanco, en la ambición del orden, la seguridad y la resistencia. O sosteniendo que al PP se le vota desde el miedo.
Podemos había calculado o previsto una moción de censura a Susana Díaz. Y ha terminado organizando no una moción de censura al Gobierno —siete meses de ejercicio y en minoría—, sino una moción de censura al PP, hasta el punto de hacer inventario, moviola y amalgama de todos los episodios —remotos y contemporáneos, juzgados y no juzgados—, que convierten Génova 13 en una expresión vergonzante de la política española.
Irene Montero ha tomado la alternativa con rotundidad. Se ha desenvuelto con oficio y solvencia durante dos horas. Ha logrado sacar del burladero a Rajoy. Y ha debido complacer a los militantes de Podemos como jinete del Apocalipsis, pero el seísmo inaugural de su discurso y las dimensiones castristas de la intervención han terminado sepultándola. Ya lo decía Cecil B. de Mille. Una gran película debe empezar con un terremoto. "Y de ahí, subir y subir hasta el final". A Montero le ha sucedido lo contrario. Los hiperbólicos escombros han relativizado su fiereza. Y han convertido en una frivolidad citar en vano el heroísmo de Rosa Parks.
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