Debate del Estado de las autonomías
La percepción de los españoles sobre la descentralización ha variado en los últimos años. La crisis económica ha sido en parte responsable de este cambio. Ahora toca hacer un ‘remake’
En la mayoría de las películas de los años ochenta del siglo pasado los efectos especiales tenían un papel importante y han envejecido mal. ET, el extraterrestre, por ejemplo, fue extraordinaria en su momento y se convirtió en un modelo a seguir. Pero el mismo Spielberg lo haría de una manera distinta en la actualidad.
Cuando se examina nuestro Estado de las autonomías diseñado en la Constitución de 1978, uno tiene la sensación de encontrarse delante de un ET. Su calculada indefinición en la Carta Magna fue un rotundo éxito. Durante décadas nos ha permitido manejar estupendamente el problema territorial que tantas tensiones ha generado en nuestra historia, hasta el extremo de ser un modelo en la política comparada y convertirnos en un Estado muy descentralizado.
De acuerdo con el Índice de Autoridad Regional elaborado por Hooghe y coautores para 81 países, en 2010 España era el segundo país más descentralizado del mundo, tras Alemania. Sin duda, una proeza para un Estado que 40 años antes era completamente centralizado y declarado enemigo de nuestra diversidad cultural y lingüística.
Los resultados de las encuestas de opinión nos ayudan a entender la magnitud del cambio y el éxito del Estado autonómico. En 1976, de acuerdo con los datos ofrecidos por García Ferrando, el 45% de los españoles deseaba un Estado centralizado, y el 10%, uno federal o la independencia de las regiones; en 2005, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), estos porcentajes habían descendido al 9% y 7%, respectivamente.
Tres de cada cuatro españoles en 2005 valoraban bien o muy bien la creación y desarrollo de las comunidades autónomas. El cambio ha sido particularmente notable en Andalucía, cuya autonomía siguió el mismo camino procedimental que Cataluña, Galicia y País Vasco. En 1976, el 60% de los andaluces deseaba un Estado centralizado; en 2005, solo el 7%.
En los últimos años, sin embargo, de la mano de la crisis económica se han visto las costuras del Estado de las autonomías. En 2012, según el CIS, ya solo el 45% de los españoles valoraba positivamente la creación y desarrollo de las comunidades autónomas, frente al 42% que lo hacía negativamente. Merece la pena destacar que el descontento viene tanto de los que quieren más autonomía o que las comunidades autónomas puedan ser independientes (el 25%) como de los que quieren menos o ninguna autonomía (el 45%). Los que defienden el statu quo ya no son la mayoría.
¿Cómo se puede explicar que el Estado de las autonomías haya pasado de héroe a villano? La razón fundamental es su propio diseño o más bien su no-diseño. La Constitución no lo define con claridad; no está claro cuáles son los poderes que pueden asumir las comunidades autónomas o si deben ser tratadas de una manera homogénea o heterogénea (con la excepción del País Vasco). La Carta Magna no tiene un plan sobre la descentralización.
Para evitar agravios comparativos y satisfacer a las comunidades que más autonomía desean, la solución cortoplacista durante décadas ha sido avanzar en el proceso de descentralización, en especial cuando el partido en el Gobierno de España ha necesitado el apoyo parlamentario de partidos nacionalistas o regionalistas, y darle a todas las autonomías los mismos poderes. Craso error.
Revisar cada cierto tiempo las reglas de convivencia existentes es algo normal y saludable. No nos rasguemos las vestiduras
Los españoles deseamos cosas muy distintas. En 2010, el CIS preguntó acerca de las preferencias de los ciudadanos sobre el nivel de descentralización que les gustaría que tuviera España y su percepción sobre el grado de descentralización existente. En ambos casos se usaba una escala que oscilaba entre cero (mínima descentralización) y 10 (máxima descentralización). Las diferencias en el nivel de descentralización deseado son notables. A los catalanes y vascos, por ejemplo, les gustaría disponer de mucha más autonomía, casi el doble, que a los extremeños.
Desde los primeros años ochenta del siglo pasado hasta la crisis económica de 2008, esta política autonómica expansiva y homogeneizadora funcionó bien porque era un juego de suma positiva. La transición a la democracia y el éxito económico del país hizo que los recursos a disposición del Estado aumentaran extraordinariamente. El Estado de las autonomías supuso que todos los territorios recibieran dinero y poder y, por supuesto, a nadie le amarga un dulce. Aunque al principio no lo quisieran.
Pero la crisis económica ha convertido el Estado autonómico en un juego de suma cero: los recursos del Estado se redujeron drásticamente a partir de 2008, de modo que hemos tenido que repartir entre todos los gastos en lugar de los ingresos. Y ahora es cuando los ciudadanos poco favorables a la descentralización no entienden que haya que pagar la factura de algo que no quieren, mientras que los ciudadanos más favorables a la descentralización (y que están sobre todo en los territorios más ricos) no quieren contribuir en mayor medida que el resto a saldar la cuenta.
No nos engañemos. Sin la crisis económica los problemas del Estado de las autonomías habrían aparecido también, puesto que los recursos del Estado no se expanden ilimitadamente y a la misma velocidad que las demandas de las comunidades autónomas.
¿Y ahora qué hacemos? Como en la industria cinematográfica, nos toca hacer un remake del Estado autonómico. No nos rasguemos las vestiduras. Revisar cada cierto tiempo nuestras reglas de convivencia es algo normal y saludable. Ya nos toca ver el ET del siglo XXI.
Ignacio Lago es profesor de ciencia política en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.