Politizar la muerte
La discrepancia del minuto de silencio y los excesos a la memoria de Barberá disparatan el aseo del duelo
La inmadurez de la política española no ha desaprovechado la oportunidad de manifestarse en el lecho del difunto. O de la difunta, pues la muerte de Rita Barberá en la habitación de un hotel madrileño ha servido de pretexto urgente a la vampirización del luto.
Lo demuestra la reacción en caliente de Alberto Fabra en el programa de Carlos Alsina, proclamando que la defunción de su colega iba a pesar en la conciencia de quienes la habían condenado en vida. Y lo prueba la “espantá” de Podemos, cuyo manual de actuación no parece establecer diferencias entre la educación y el oportunismo.
Cualquier ocasión se antoja propicia a hacer política. Y a justificarla con interpretaciones arbitrarias. Un minuto de silencio no implica un homenaje. Representa un gesto de sensibilidad y de pudor institucional, igual que estrechar la mano del Rey o tratar de santidad a un pontífice.
Es la razón por la que merece elogiarse la posición aséptica de Compromís. Su portavoz, Joan Baldoví, respetó el minuto de silencio y subordinó la animadversión política al respeto que implica la pérdida humana. Había muerto una senadora. Había un asiento vacío en el Senado.
Que era el exilio al que se había aferrado Rita Barberá, contrariada, como estaba, por el aislamiento a la que le había sometido su propio partido. Le suspendieron de militancia, la expusieron al escarnio político que exigían las fuerzas opositoras. Rita Barberá, antaño costalera de Mariano Rajoy en la opulenta fortaleza de Valencia, se había convertido en un estorbo.
Se explica así que se ocuparan de sepultarla los cuatro vicesecretarios del PP, conjurados en la distancia generacional y en las disposiciones de Rajoy. El cesarismo del gran líder no tuvo piedad con Barberá. Había de sacrificarla y lo hizo, pero esta decisión estratégica no debe amalgamarse con los sentimientos en caliente, ni con los ajustes de cuentas póstumos. Hemos escuchado a García Margallo decir esta mañana que a Rita le traicionaron los suyos, más o menos como si la somatización de las felonías hubiera contribuido al desenlace del infarto.
Terminaremos escuchando —lo hizo Celia Villalobos en Espejo Público— que Rita Barberá no murio, la mataron.... Es un extremo del duelo. El otro extremo lo ha puesto Podemos, condenando a la exalcadesa por corrupción cuando ni siquiera ha comenzado a dirimirse su responsabilidad penal.
La opinión que pueda tenerse de Rita Barberá el 23 de noviembre es la misma que podría tenerse el 22. La noticia de la muerte obliga al duelo y al respeto, pero no exige ajustarse a ejercicios de sobreactuación. Ni para canonizarla ni para vengarse de ella negándole el derecho a un funeral. Que es lo que ha hecho Podemos con su retirada del hemiciclo.
Rita Barberá representa una época de la política bajo sospecha. Ocupaba una posición delicadísima en los escándalos de corrupción (Noos) y financiación irregular (Taula). Y había conocido tanto el tormento judicial como el acto de renegación al que la sometieron los suyos.
Deprimida, aislada. Así ha muerto Rita Barberá. Y puede que no resucite al tercer día ni al cuarto, pero seguro que los cuarenta años de dedicación a la política merecían el epitafio de un minuto de silencio.
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