Diana y las otras desapariciones
La desaparición de Diana Quer está poniendo a prueba comportamientos y recursos en el plano policial y en el de los medios de comunicación. La movilización inmediata de operativos de la Guardia Civil, sin la fatídica demora de las primeras horas que hizo fracasar tantas búsquedas en el pasado, es un hecho positivo, tanto más cuando se acompaña del trabajo, menos visible pero imprescindible, de los investigadores. A ellos se han unido en las últimas horas la Infantería de Marina, en una acción de refuerzo similar a la que ya ha prestado la UME (Unidad Militar de Emergencia) en búsquedas recientes, como la de la peregrina estadounidense Denise Thiem.
Ha sido inevitable que ante tan formidable — y encomiable — despliegue, muchas familias de personas desaparecidas se pregunten por qué no se les dio a ellas el mismo trato. Todos desean que Diana sea encontrada pronto, sana y salva. Pero es legítimo que, al mismo tiempo, reclamen que los esfuerzos policiales se amplíen a los casos pendientes, los cercanos en el tiempo y aquellos que suman meses o años. En la mayoría de ellos es pertinente hablar, como en el caso de Diana, de desapariciones inquietantes. El adjetivo conota un riesgo cierto dentro de la incertidumbre general que rodea estas desapariciones de las que, de entrada, no existe causa aparente o conocida. Un riesgo cuya medida es muy difícil de establecer a priori, pero que puede afectar a la integridad física o moral, o a ambas, y a la propia vida. Esta es la razón por la que no es admisible que se discrimine la cobertura policial de unos casos respecto de otros. Todas las vidas valen igual. Y todas las familias viven el mismo padecimiento ante la desaparición de un ser querido.
El agravio comparativo afecta también al tratamiento de los medios de comunicación volcados ahora en el caso Diana Quer, en un crescendo que no es ajeno a la pura y dura competencia por la conquista de las audiencias, especialmente en el ámbito televisivo. Pero más allá de esa imparable dinámica movida por resortes que no son precisamente humanitarios, lo que se pone a prueba es el sentido de la medida y la sensibilidad con la que se aborda el relato de la desaparición y las peripecias de la búsqueda. Por fortuna hay muchas dignas excepciones, y hay que dar todo su valor a la visibilidad social de la causa de los desaparecidos que desde hace más de una semana está consiguiendo la difusión masiva de este caso.
Pero no debemos ignorar que en torno a Diana se están barajando gratuitamente hipótesis descabelladas, contradictorias y no contrastadas en un todo vale con tal de hacer sonar más fuerte la campana que la competencia. Hipótesis que no hacen sino criminalizar a la propia persona desaparecida, a la vez que añaden sufrimiento a sus familiares. La supuesta voluntariedad de su ausencia, los infamantes comentarios sobre su forma de vestir o las discrepancias familiares amplificadas, lejos de esclarecer el suceso lo revisten de elementos oscuros y en nada contribuyen a su resolución.
Ante una desaparición la prioridad es localizar a la persona desaparecida, del mismo modo que ante un siniestro de tráfico lo es socorrer a los accidentados. Atendida esa prioridad vendrá el tiempo de establecer las causas y determinar las responsabilidades. En las desapariciones la tarea primera y principal corresponde a las fuerzas y cuerpos de seguridad, incorporando la colaboración ciudadana que, como también se está evidenciando en la búsqueda de Diana, puede resultar decisiva. Un ejercicio concertado y construido sobre los pilares de dos derechos complementarios e indisociables: el de toda persona adulta a desaparecer y el de sus seres queridos a saber. Mientras en relación con Diana — como en cualquiera de los casos abiertos — no se haga explícita esa disyuntiva, solo cabe trabajar con una hipótesis: la de buscarla, asegurar su integridad y devolverle la posibilidad de seguir viviendo donde quiera, como quiera y con quien quiera.
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