Mire cómo vengo
El exduque desplegó un desamparo total sin argumentos, solo la inocencia de quien nunca se ocupó de nada
Diego Torres culminó el viernes su declaración de inocencia, representada a veces con candidez teatral, y dejó paso a su exsocio, Iñaki Urdangarin, que desplegó un estilo desamparado, sin papeles, sin argumentos. Era una ingenuidad olímpica de chico bueno, que no entiende de otras cosas. “Me dedicaba a lo que me dedicaba”, resumió ante el fiscal. “Mire cómo vengo”, dijo, y casi le faltó sacarse el interior de los bolsillos. Venía a decir que de Nóos se fue desnudo, sin documentos, que actuó con inocencia y cómo no va a ser inocente. Es un crudo contraste con los 16 años y medio de cárcel que pide el fiscal para Torres y los 19 y medio para Urdangarin.
El abogado de Torres, el último en intervenir, empleó algo más de tres horas en el intento final de su cliente por demostrar que todo lo que hizo fueron “actividades efectivamente realizadas”. “Por supuestísimo”, contestaba Torres a si unas facturas correspondían a algo que sucedió de verdad. Insistió en que los papeles buenos son los informes de defensa en los que han reordenado las facturas para darles sentido. “Esto y solo esto” es lo que vale para él. En su defensa, concienzuda y meticulosa, pero como de gato panza arriba, al final se zambulló en la sensiblería: contó que ha sufrido 26 inspecciones de Hacienda, perdió dinero en la organización de las cumbres en Valencia y Baleares y encima le clava Hacienda por un barco utilizado para pasear a niños con cáncer. Puso un videoclip meloso de promoción para mostrar ese barco y esos niños, un momento lacrimógeno que tuvo algo de obsceno.
También proyectó otro vídeo del Islas Baleares Forum en 2005. En las imágenes, de hace 10 años, se veía a Torres, Urdangarin y otras personas del banquillo, pero con 10 años menos, que en algunos casos parecían bastantes más. Casi fue contraproducente, porque por un momento transportó a la sala a esos días felices bajo sospecha, con una perversión total del deporte como negocio. Torres llegó a mostrar una foto de Urdangarin y se puso a interpretar lo que estaba diciendo en aquel momento, como si colocara el bocadillo de un cómic. Menos mal que la juez le hizo notar que eso se lo podía estar inventando.
Su recta final fue dedicada a la familia real, a la que Torres siempre estos cuatro días ha reservado un capitulito. Para probar que no gastaron tanto en sus congresos, citó el de la Lengua Española, con un coste de 2,6 millones, “presidido por el rey Felipe y por tanto fuera de toda mácula”. El razonamiento madre de Torres, maliciosillo, es que el hecho de que la Casa Real les diera el visto bueno a todo quiere decir que todo era bueno, aunque hay otra posible explicación problemática que siempre elude: que pensaba que lo convertía en bueno si no lo era. Como si Zarzuela garantizara la barra libre.
Añadió también que los premios Laureus le costaron a Barcelona 4,1 millones. No dijo, pero en la sala lo saben todos, que los organizaba Corinna zu Sayn-Wittgenstein, amiga de Juan Carlos I. También insistió de nuevo en el “control total” de Zarzuela sobre el Instituto Nóos, con varios funcionarios copiados como destinatarios en los correos. Hasta una simple becaria escribía a Casa Real como si nada. Zarzuela decidía incluso, afirmó Torres, el tipo de impresora que debían comprar. Y se ha cortado, porque no recordó que él y Urdangarin compraron el anillo de pedida del actual rey a su esposa en una joyería de Barcelona.
Fue la abertura para el clímax que se avecinaba, cuando se pasó al siguiente acusado y se entró en el gran asunto. “Don Ignacio Urdangarin”, llamó la presidenta. El exduque de Palma habló en tono muy bajo, arrastrado, como muy cansado o muy vasco, o las dos cosas. Musitaba más que declaraba. Le pidieron hasta tres veces que hablara más alto porque de lo contrario no se grabaría. Aseguró haber descubierto en el mismo juicio gente que tenía contratada sin saberlo y el convenio del equipo ciclista de Baleares al que había contribuido decisivamente. Se dedicaba a lo que se dedicaba, pero el fiscal no logró saber a qué se dedicaba exactamente. Si, por ejemplo, dirigía proyectos. “Dirigir, dirigir…”, murmuró. Negó también ser coadministrador de Nóos Consultoría “y si lo era no lo he ejercido”. “¿Cómo es posible que los 900.000 euros del Valencia Summit de 2004 acaben en la sociedad de la que son propietarios?”, le reclamó airado. “No soy conocedor de esa materia porque no me he dedicado a esos temas”, respondió. En ese momento, consciente de la repetición de esa continua inanidad social en esa sociedad de la que era presidente, su rostro reflejó un enorme desvalimiento. Fue cuando le pidieron que elevara la voz por tercera vez. Se pasaba el dedo por el cuello de la camisa.
Urdangarin no sabía nada, eran otros los que se ocupaban de los números, pero es que en los tres días anteriores Torres ha dicho lo mismo. El exduque de Palma siguió su estela y echó la culpa al contable, Miguel Tejeiro. “¡Es que Nóos no es una multinacional!”, clamó el fiscal, porque eran cuatro gatos pero hablan de ello como si fuera la sede de Coca-Cola. Y una sola persona, Marco Tejeiro, era el contable de esa y todas las empresas paralelas que se cruzaban facturas. Y luego tenían como modelo la cumbre de Davos. En todo caso Urdangarin no dejó de exculpar a la mujer de Torres, Ana María Tejeiro, en lo que se ratifica como un pacto de no agresión con las esposas. Tejeiro y Borbón, tan distintas y unidas por este destino, hablaban el viernes amistosamente antes de la vista.
Urdangarin se hundía ante el fiscal, menos espeso que con Torres, que le hacía ver sin miramientos sus sospechas de que en Nóos no hacía nada, de que sus empleados no trabajaban, de que este ampuloso instituto era un burdo chiringuito, que el dinero iba directamente a sus bolsillos y luego metía las facturas de clase de salsa o de ir a ver Harry Potter. Urdangarin se desesperaba, desolado por no ser creído. “¡Que yo no soy señoría!”, lamentó en un quejido para responder si era el responsable de los presupuestos. La Infanta le miraba directamente desde el fondo de la sala, no a través de la pantalla. Dos de sus hermanos, Clara y Mikel, que estaban en la sala por tercer día consecutivo no podían verle, con una columna en medio y seguían con aprensión la pantalla. Doña Cristina abandonó directamente la sala cuando terminó la sesión y volvió luego, con las cámaras apagadas, a abrazar y besar con cariño a los hermanos de su marido. Con él, ni un roce, una escenificación de distancia, quizá por consejo de no se sabe quién, si son humanos y lo están pasando fatal.
La clave sucia que nadie admite de este coro de buenos sentimientos es el dinero. Nadie se lo llevaba, a nadie le importaba, son gente que no se preocupaba de esas cosas. “Se reinvertía, estoy convencido de que es así, entiendo que es así, hemos operado con buen sentido, como no puede ser de otra manera”, dijo Urdangarin. Pero es que está ahí sentado, con su mujer, porque sí podía ser de otra manera. Torres cita como colofón al final de su libro exculpatorio a Aldous Huxley: una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante. Pero podría ser exactamente al revés, una falsedad sin interés aplastada por una verdad, más que interesante, y lo es mucho, muy deprimente. Solo había que ver cómo vino Urdangarin, y cómo se fue.
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