Tras la inauguración, el olvido
Las víctimas del terrorismo denuncian el abandono de los monumentos dedicados a ellas y piden una reflexión sobre su sentido
Ángeles Pedraza, que perdió a su hija en los atentados del 11-M en Madrid, se acercó el 11 de marzo de 2012 al monumento de Atocha a dejar unas flores. “Casi llaman a seguridad. Que si no habíamos pedido permiso. Horroroso. Dejé las flores y me fui. Luego las retiraron”, relataba ayer. Así que no es de extrañar que el propio monumento haya caído en el abandono, aunque Pedraza, presidenta de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), asegura que el olvido comenzó al minuto siguiente de la inauguración.
Que ahora lleve más de dos meses espachurrado contra el suelo de la estación es un final coherente. Y parece que recurrente. Hay muchos lugares de memoria de víctimas del terrorismo en toda España descuidados o incluso vilipendiados, como el de Fernando Múgica en San Sebastián, roto en la maleza y con pintadas de ETA.
Sitios destinados a preservar el recuerdo parecen abocados a que, una vez inaugurados y cumplido el trámite, solo se recuerden cuando se denuncia su olvido. ¿Sirven para algo? ¿Cómo viven las víctimas estos lugares? ¿Los visitan? ¿Les traen malos recuerdos? Todas las víctimas consultadas alaban el recinto de las Torres Gemelas de Nueva York como ejemplo; y el de Atocha sería su antítesis: ejemplo de lo peor. “No fue hecho con cariño”, asegura Pilar Manjón. “Jamás ha estado señalizado. No se sabe si es de Fomento o del Ayuntamiento. Se hizo sin las víctimas, deprisa y corriendo. A la larga no es de nadie. Es que ni pone qué es eso”.
Manjón, presidenta de la Asociación 11-M, no fue nunca a verlo. Entre otras cosas porque ya no es capaz de pisar una estación. Hasta hace tres meses. “Tuve que ir a Atocha sí o sí, y me acerqué. Sola. A las tres de la tarde. Muy triste”.
Mejor una plaza pública
En otro escenario de los atentados del 11-M, la calle Téllez, no se hizo nada y la gente sí que iba a depositar flores. “Pero la falta de cuidado lo convirtió en un pipicán, menos mal que al final pusieron una valla”, comenta Manjón. Ella y Pedraza, como otras víctimas, prefieren el monumento de la estación de El Pozo, obra de Peridis. “Me encanta. Es una plaza pública, de todos. Debe ser un lugar de recuerdo, que te puedas sentar, pasar el rato o llorar. Prefiero lo simbólico, las esculturas de personas dan dolor”, explica Manjón. Hay más de un centenar de lugares de evocación del 11-M en España, surgidos espontáneamente, y muchas víctimas los sienten más cercanos. Pedraza opina que la clave es “no encargarlos al amigo de turno o al arquitecto de moda, sino a personas con sensibilidad”.
La relación con estos lugares es muy íntima y sutil. Es imprevisible lo que puede surtir el efecto deseado, pero un ingrediente esencial parece ser el cariño, ajeno a la semántica política. “A Fernando y Jorge, su escolta, les pusimos una palmera aquí en Vitoria. Nos pareció perfecto. Va creciendo y está cuidada”, cuenta Jesús Loza, de la Fundación Fernando Buesa. Cree que no es solo asunto de las víctimas, sino un derecho de la sociedad: “Es una obviedad, pero el olvido de los lugares de la memoria va en contra de la memoria”. Parece un juego de palabras, pero Loza insiste en que un monumento necesita mantenimiento, y si te olvidas de mantenerlo, has olvidado la memoria.
En la misma ciudad, por ejemplo, se va borrando el nombre de cien muertos de ETA de un gran monumento de Agustín Ibarrola. Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio Ordóñez, asesinado en 1995, es la presidenta de Covite, la asociación de víctimas que lo promovió y está harta de pedir que lo reparen. “Ni caso. Desde que Alfonso Alonso era alcalde hasta hoy, es una desidia total”, denuncia. En cualquier caso no cree que estos sitios sirvan para gran cosa: “Nadie se fija, ni se para. Una calle dedicada, por ejemplo, sí sirve para algo”.
En el País Vasco el debate está en otra dimensión, una fase previa al olvido, porque aún hay muchos lugares en los que la gente que vive allí ni siquiera sabe que hubo un atentado. Aún deben ponerse muchos monumentos para poder olvidarlos luego. Vitoria es una excepción. Es la única de las tres capitales vascas donde hay placas en todos los lugares en los que se produjeron atentados. “Hace poco colocamos ochenta en San Sebastián en una noche, pero ya han quitado casi todas, quedan cuatro”, dice Ordóñez. Colocaron una placa donde mataron a su hermano. Al día siguiente la quitaron pero quedó el pegote de silicona. Representa bien el modo en que debe resistir la memoria.
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