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Fernández Díaz, el ministro de la media sonrisa

Es ministro del Interior y ha ostentado hasta 12 cargos distintos en el Partido Popular

Jorge Fernandez Díaz, ministro de Interior.
Jorge Fernandez Díaz, ministro de Interior. Uly Martín

Es difícil arrancarle la risa a Jorge Fernández Díaz. Una sonrisa, quizás. Una leve muestra de la dentadura superior, a lo sumo. Sus colaboradores aseguran que “se ríe de cosas sencillas y sanas”, pero debe ser en la intimidad. Ministro del Interior desde diciembre de 2011, y con una carrera política que arrancó a los 28 años en el CDS de Adolfo Suárez en Barcelona y a lo largo de la cual ha ostentado hasta 12 cargos distintos en el Partido Popular—desde gobernador civil en los 80 hasta secretario de Estado de las Cortes en 2004 y vicepresidente tercero del Congreso entre 2008 y 2011—, a sus 65 años es un hombre contenido y calculador, de mirada más bien esquiva y huidiza en la distancia corta. Pero parece que no siempre fue así.

Tiene el aire solemne y el rictus serio de quien asiste a una misa. Él, cuentan sus más estrechos colaboradores, lo hace sin excepción al menos una vez al día, allá donde esté, “a horas intempestivas para no interrumpir su agenda, tipo seis de la mañana, por ejemplo”. Amante de la historia, destacan su memoria portentosa y tiene fama de “gran conversador”. Vallisoletano de nacimiento y catalán de adopción, no hay atisbos de espontaneidad o improvisación en su conducta. Alguna que otra frase célebre —propia de su fe cristiana y su cercanía al Opus Dei— relacionada con su rechazo al matrimonio homosexual o al aborto porque “no garantizan la pervivencia de la especie”, pero poco más.

Patriota por herencia familiar. Su padre, un teniente coronel de caballería en el ejército y subinspector jefe de la Guardia Urbana de Barcelona durante la dictadura franquista, tuvo 10 hijos. Jorge, que debe su nombre a un tío suyo capellán del convento de las Carmelitas Descalzas de Maluenda, fue el segundo. Y luego, convertido en Ingeniero Industrial e Inspector de Trabajo por oposición, fue padre de dos. Y ahora ya abuelo de dos nietos. Durante sus años al frente de la Delegación de Trabajo de Barcelona, fueron muy comentados los parentescos —incluyendo a su mujer, Asunción Cárcoba— que guardaba con muchos de los funcionarios de ese edificio de la Vía Laietana barcelonesa.

Tiene fama de tipo “equilibrado”, “perfeccionista” y “meticuloso”, y de ser un político moderado, algo que —aparte de haberle ayudado a mantener el equilibrio en su larga trayectoria hasta el ministerio que regenta— le ha valido la confianza del presidente del Gobierno Mariano Rajoy. Quizá por eso no es uno de los que parece estar en las quinielas de la previsible crisis de Gobierno planeada por el jefe del Ejecutivo, aunque se ha hablado de él como un posible sustituto de la ya quemada —y recauchutada— en los recientes comicios, Alicia Sánchez Camacho. Tanto él como su hermano Alberto, son dos pesos pesados de los populares en Cataluña, donde se forjaron y desde donde proyectaron sus carreras políticas.

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En todo caso, nada aparentemente más lejos de las aspiraciones del jefe de Interior, de quien se ha dicho que su mayor deseo —“Dios mediante”, apostillaría él— fue siempre ser nombrado embajador para la Santa Sede. Bueno, siempre, siempre… no. Cuenta la leyenda —y parece que ha sido reconocido por el propio ministro en alguna ocasión al autocalificarse de “converso”— que su vida loca cambió tras un viaje a Las Vegas. Corría el año 1991. Era diputado popular por Barcelona y fue invitado por el Departamento de Estado de Estados Unidos en viaje oficial. Pasó un fin de semana en la ciudad del pecado. Lo que ocurrió allí no ha trascendido —“Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”, ya se sabe—, pero después de aquello optó por el camino de la fe, con rosario y lectura espiritual incluida. Tampoco bebe. Ni vino en las comidas, supuestamente por una “intolerancia alimenticia genética”.

Su paso por el Ministerio del Interior ha sido relativamente amable, ya con ETA desactivada. Trabajador impenitente, “hasta la obsesión”, le han acuciado otros problemas como los relacionados con los saltos de inmigrantes en las vallas de Melilla y Ceuta—donde murieron 15 subsaharianos tras una refriega a pelotazos de goma con guardias fronterizos el pasado 6 de febrero, cuando tuvo que salir en defensa de la Guardia Civil— y los relacionados con el terrorismo yihadista. Pero es muy posible que pase a la posteridad de su ministerio como quien consagró la llamada Ley Mordaza, Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, que fue aprobada en solitario por los populares el pasado mes de diciembre, entre protestas de todos los grupos por “vulnerar derechos fundamentales”, al considerar faltas graves —sancionadas con entre 601 y 30.000 euros—, por ejemplo, las perturbaciones de la seguridad que se produzcan con motivos de manifestaciones o reuniones en las inmediaciones de instituciones parlamentarias. Pese a que se le atribuyen una “ironía” y un “sentido del humor” del todo invisibles, esa propuesta legislativa no parece haberle hecho gracia casi nadie y ha bajado sus índices de popularidad.

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