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Tribuna
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Los caminos de la historia

La transición española fue lo que fue porque, entre otras cosas, el Rey apostó por ella

Nadie puede escoger el momento de la historia que le toca vivir, esa es una cuestión del azar. El rey Juan Carlos vino al mundo cuando el franquismo estaba a punto de nacer. Su padre, Don Juan, batalló con el testarudo General por casi treinta años para recuperar la monarquía (para él), pero Franco decidió, por varias razones, que la institución real sería útil para dejarlo todo atado y bien atado, pero en las manos del supuestamente maleable joven príncipe Juan Carlos a quien "consagró" en 1969.

A su muerte, sin embargo, la herencia dejada por el dictador comenzó a ser desatada rápidamente y uno de los artífices de ello fue el nuevo Rey. La transición española (1973-1977) fue lo que fue porque, entre otras cosas, el Rey apostó por ella y se jugó por la consolidación democrática. Para quienes dudaban de su vocación, el 23F despejó cualquier escepticismo.

A partir de entonces, el Rey, la Reina y la familia real en su conjunto, a golpe de buen hacer, se convirtieron en una monarquía modélica dentro y fuera de España. Entre 1981 y 2011, durante treinta años, su estrella brilló incandescente. El Rey simbolizaba lo mejor de España, fue su embajador ideal, dedicó especial atención a América Latina (cuando España volcaba con más fuerza su mirada a Europa) como eje insustituible e indiscutible de la Cumbre Iberoamericana. Era el buque insignia de la imagen de su país en todos los ámbitos. Nada parecía augurar otra cosa que un reinado que lo colocaría en la historia casi sin mácula.

Pero nadie hay sin mácula, ni hay un tránsito fácil en ninguna responsabilidad de Estado. Al Rey le tocó, como a todos los españoles, la tormenta inclemente de la crisis que llegó a sus cotas más altas en 2011 y 2012. La famosa frase popular "¡Con la que está cayendo!" se le aplicó también. Con la que estaba cayendo apareció el apellido Urdangarín y la trama Noós que rompió la veda periodística. Comenzó entonces la caza mayor y llegó la noche. La Infanta Cristina, el desafortunado episodio de Botswana, el "no lo volveré a hacer", la difícil situación de la Reina Sofía…el tiempo para salvar el legado se agotaba. La abdicación fue la última, la más valiente y la más inteligente respuesta. No había otro espacio que el de la cara descubierta.

Pero, está claro, nadie podrá borrar sus treinta ocho largos años de reinado. Lo que cabe preguntarse es cómo se valorará en el tiempo el peso proporcional de sus claroscuros. El Rey es un hombre de su tiempo. Su arrolladora simpatía, su carisma indiscutible, pudieron hacerle pensar que estaba blindado. Lo estuvo hasta que la revolución digital transformó el mundo y nos dio una generación de mujeres y hombres que viven en un gran cristal mediático transparente y que estrujan el instante con delectación. El pasado es una bruma; no ya el de hace cuatro décadas, el ayer se resume en un "fue". Por eso tienden a olvidar con facilidad lo mucho que hizo por sus padres y por ellos mismos.

Don Juan Carlos ha sido -lo creo firmemente- un personaje excepcional de la larga historia de España y su contribución para lograr un país democrático, moderno e infinitamente mejor que el que encontró "atado" por Franco, no es sólo relevante, es imprescindible.

Recuerdo ahora que en una conversación que sostuvimos en la cena de cierre de la Cumbre de Santa Cruz de la Sierra en 2003, el Rey me dijo que había decidido llamar a su hijo Felipe porque, más allá de cualquier consideración, la figura de Felipe II había sido definitiva en la historia universal. Felipe es un nombre que evoca muchas cosas para España y América, pero hoy es sólo un eco. Al joven monarca le toca una tarea tanto o más difícil que la que encaró con éxito su progenitor. El futuro, que Borges calificaba de superstición, desafía al nuevo Rey. Su navegación en esa "terra incognita" tiene los ingredientes de la Odisea: La situación económica con el terrible jinete del desempleo, la crisis dramática de los grandes partidos, el cuestionamiento de la propia monarquía y, sobre todo, el incierto destino de un Estado cuya unidad está en riesgo. En este trance Felipe VI deberá recordar la noche del 23 de febrero en la que acompañó a su padre y vio lo que es la templanza cuando un país entero requiere de veras de la mano firme y serena del Jefe del Estado.

Carlos D. Mesa Gisbert fue presidente de Bolivia.

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