Un adiós tras las murallas
Ávila honra a las víctimas del accidente de Tornadizos con una misa en la catedral
La ciudad amurallada de Ávila no luce igual que otras tardes de verano. El calor es igual de sofocante, los turistas y sus cámaras de fotos pululan como cualquier otro día de vacaciones, pero en la plaza de la catedral se respira de otra manera. Es el momento de dar el último adiós a los fallecidos en el accidente de autobús de Tornadizos, un siniestro que ha dejado a nueve familias rotas de la noche a la mañana.
A las puertas de la catedral de El Salvador se reúnen multitud de vecinos, amigos, familiares, guardias civiles y ciudadanos “anónimos”, como dice Marisa. “Esto es muy pequeño y te acaba sonando todo el mundo. Hoy teníamos que estar aquí por ellos”. Una veintena de autoridades como el subsecretario de Interior, Luis Aguilera, la directora general de Tráfico, María Seguí y el presidente de la Junta de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, trajeados y circunspectos, añaden la nota institucional desde los primeros bancos del templo. El resto de familiares y vecinos representa el color, porque ni siquiera en esta tradicional ciudad se estila ya ir de negro. El pañuelo en mano y las lágrimas de los dolientes son, sin embargo, perennes.
La catedral se llena de hombres y mujeres, viejos y jóvenes. Como Javier y sus tres amigos. A sus 15 años, con pantalones anchos y unos patinetes casi más altos que ellos, desentonan junto a tanta sobriedad castellana. Pero Javier quiere estar. Su cuñado, Mario, iba en el autobús, y resultó herido leve. “Le han operado hoy y le han sacado un cristal así de grande del brazo”, describe, mientras acota con dos dedos un espacio de unos diez centímetros. Mario, vecino de Navalmoral, había tomado el vehículo para ir a la escuela de policía de Ávila. “Ahora se encuentra mejor de ánimos, pero la primera noche la pasó un poco mal”, reconoce.
La misa comienza y el obispo de Ávila, Jesús García Burillo, intenta aplacar un dolor implacable para quienes le escuchan. “Hay que morir para vivir”, apunta. Y solo con oír esa frase, una niñita de no más de 10 años a la que abraza una mujer adulta rompe a llorar. Se le deshacen los pañuelos de celulosa entre los dedos pero no consigue detener el llanto. “¿Pero por qué se ha tenido que ir?”, pregunta. Nadie le responde.
Entre los muchos vecinos que se han quedado en el fondo de la iglesia está Paqui, que conocía a Gerardo del pueblo. Este anciano de San Juan de la Nava montó en el autobús para ir a contratar unas vacaciones a Ávila. “Se pasó trabajando toda su vida en Alemania, y ahora estaba disfrutando de su jubilación”, explica Paqui con una sonrisa melancólica.“Era un hombre entrañable”.
La misa acaba, y con ella las plegarias y el arrobo espiritual. Los asistentes abandonan la penumbra del templo, aún envueltos en olor a incienso, para enfrentarse con el rabioso sol que calienta el empedrado abulense. Los muertos de Tornadizos descansan en paz. Quienes les han sobrevivido deben ahora seguir con su vida.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.