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Mentiras, crímenes y misticismo

Aguilar, asesino confeso de dos mujeres, dejó de practicar artes marciales en 2004 La Ertzaintza busca pistas en los últimos nueve años de su vida

Luis Gómez
Juan Carlos Aguilar, falso maestro shaolín, en un vídeo promocional
Juan Carlos Aguilar, falso maestro shaolín, en un vídeo promocional

La mujer está atada de pies y manos. Yace sin conciencia en el suelo, a los pies del llamado maestro, que mira impasible la llegada de unos ertzainas nerviosos porque acaban de forzar la pequeña puerta de su templo. El maestro está tranquilo, en pie, su torso desnudo y la mirada perdida. Viste un pantalón de chándal azul oscuro. No puede ocultar el deterioro de los últimos años: su barriga le delata, como la flacidez de sus músculos. Su aspecto es sórdido, tan alejado de la cuidada puesta en escena de sus vídeos promocionales. Le apartan sin amabilidad, no se resiste, hay nervios y voces a su alrededor, los agentes ponen su atención en la mujer y él asiste ensimismado, ajeno a lo que sucede en el escenario del nuevo crimen que acaba de cometer. Solo habla cuando un agente husmea en una bolsa de basura depositada a unos metros y descubre que en su interior hay huesos con algún trozo de músculo: “Son de una mujer que maté hace una semana”.

Aguilar no estaba desnudo. No estaba incurso en ningún acto sexual

Hace una semana. Dos muertas en dos semanas. El escenario del crimen del maestro shaolín estaba limpio en apariencia: no había sangre, no había otro rastro de violencia que el cuerpo de Ada Ortuya, una joven nigeriana de 29 años, tendido en el suelo, atado con cuerdas, sin actividad cerebral. Aún está por determinar si murió por asfixia, estrangulada o como consecuencia de un golpe mortal. Es muy probable que las manos de Juan Carlos Aguilar, de 47 años, hayan sido el arma asesina: un hombre como él conoce los puntos vitales del cuerpo humano. Durante un tiempo lejano se atribuyó las dotes del guerrero y más recientemente las de quien está más cerca de Dios. O de Buda, en su caso.

El maestro no estaba desnudo. No estaba incurso en ningún acto sexual. Tampoco en algún tipo de ceremonia o rito religioso, a pesar de que el escenario estaba presidido por una gran figura blanca de Bodhidharma, el patriarca que extendió el budismo por China. Ada Ortuya iba a morir, moriría de hecho tres días después, como murió Jenni Rebollo, una colombiana de 40 años, pero queda por explicar el porqué. Aguilar, las pocas veces que rompió su silencio, no dio ninguna razón. Aparentó desmemoria, como si su cuerpo fuera por un lado y su mente por otro. Y en algún momento aludió a un tumor cerebral. No estaba bajo los efectos de ninguna droga o del alcohol, según determinaron las primeras pruebas.

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Los investigadores de la Ertzaintza no han dejado de actuar en ningún momento bajo la hipótesis de que Juan Carlos Aguilar, el llamado maestro, sifu o abad, es un asesino en serie. El propio escenario del crimen, la confesión de un primer asesinato, el perfil de sus víctimas (inmigrantes que ejercen la prostitución), la evidencia de que fue capaz de mutilar un cuerpo, separar sus vísceras para arrojarlas a la ría y conservar algunos huesos invitan a ello. Comenzarán a indagar en sus archivos personales y, por supuesto, en su pasado. También en su patrimonio, que no debe ser pequeño porque ha contratado los servicios de Javier Beramendi, uno de los penalistas más prestigiosos de Bilbao.

Lo primero que ha llamado la atención de mucha gente, desde la Ertzaintza hasta quienes le conocieron, es su deterioro físico. No se corresponde con un maestro en artes marciales. Y menos con alguien que ha urdido toda una fantasía a su alrededor, como deportista (falso campeón mundial de kung fu tres veces y ocho de España), como único español admitido en el exclusivo templo Shaolín, como maestro, como antropólogo (así figuraba en su buzón de correos) y, últimamente, como abad del falso monasterio budista de Bilbao, su última denominación conocida.

Su aspecto físico parece descuidado. No es el de un experto en artes marciales

Aguilar fundaba asociaciones, la mayoría no registradas siquiera: por ejemplo, el Instituto de Filosofías Orientales, con sede en su local de la calle Máximo Aguirre, en pleno corazón de Bilbao, a unos pasos del local de Louis Vuitton en la ciudad, el escenario del crimen. Era también un hombre de un narcisismo desmesurado, capaz de aplicarse violentamente con sus alumnos o exigir un curioso voto de pobreza a sus seguidores, a los que demandaba dinero. En opinión de sus exalumnos, Aguilar manifestó siempre cierto complejo con su baja estatura (medía escasamente 1,60 metros), que trataba de compensar con un exceso de carácter.

Esta forma de fundar falsas asociaciones y crear titulaciones no es exclusiva de Aguilar, es moneda común en el disperso mundo de las artes marciales. Ahora se sabe que, solo en una ciudad como Bilbao, el número de monitores de tai chi reconocidos oficialmente asciende a 15, una cifra mínima comparada con la extensión de su práctica en gimnasios privados e instalaciones municipales.

El deterioro físico de Aguilar arranca del año 2004. Parece que sus mejores años, a partir de su viaje a China en 1994, han pasado. En el año 2000 le entrevistó Eduard Punset para el programa Redes, se promocionó en vídeos y revistas y aparecía de vez en cuando en televisión como autoridad en la materia. En una entrevista de 2004 en Telemadrid con el ahora escritor Javier Sierra, manifiesta: “He dejado la parte marcial y la parte física”. Su mujer, con la que ha tenido dos hijos, se separa de él (“después de vivir con él una vida de pesadilla”, manifiesta un exalumno), rompe con mucha gente, entra en una nueva vía de contradictoria espiritualidad, sin dejar de lado seguir ganando dinero. Su carácter es cada vez más insoportable. Dice que es capaz de controlar su energía. Se sitúa en una escala superior. Se sitúa cerca de Buda.

Juan Carlos Aguilar compensaba su complejo de baja estatura con un exceso de cáracter

Es a partir de esa deriva mística donde la Ertzaintza tratará de encontrar no solo alguna explicación a los crímenes sino certezas sobre lo que ha podido estar haciendo este hombre en los últimos siete años, agazapado en las entrañas de una ciudad demasiado confiada.

Porque Bilbao es una urbe segura, donde pueden transcurrir seis meses sin un maldito asesinato [14 muertes violentas en todo el País Vasco durante 2012, según estadísticas oficiales, incluidas las de violencia de género]. Así ha sido este año 2013, hasta que sus habitantes se han encontrado de bruces con el dilema de que en el corazón de la ciudad un hombre pueda haber estado matando mujeres durante no se sabe cuánto tiempo y enviando sus restos a la ría. Hacía 16 años que no se registraba un doble crimen en la capital y ahora aparece este mal llamado maestro shaolín rodeado de mentiras, crímenes y misticismo.

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