Huelga general y democracia

“Cuando miro demasiado a los números veo borrosa a la gente”, decía un personaje de El Roto en uno de sus agudos chistes con motivo de la crisis. Es una magnífica metáfora de la situación en la que nos encontramos, la hegemonía de una forma de hacer política en el que la presunta estabilidad del sistema predomina sobre las necesidades sociales. O, lo que es peor, en la que el destino de personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, se subordina a los fríos cálculos de una política tecnocratizada. Ya no nos gobiernan los políticos sino los expertos al servicio de no se sabe bien qué tipo de intereses. Con la paradoja, además, como ocurre ahora con Grecia, que el otrora frío FMI es acusado de condescendiente por parte de los halcones de los poderes político-económicos del momento en Europa. ¡Lo que hay que ver!
“Paciencia, paciencia” fue el mensaje de Merkel a los portugueses, que venían siendo los más dóciles; algo similar nos llega de nuestro Gobierno. Pero el tiempo pasa y la situación no se revierte. Y a la vista de la ausencia de horizontes derivada de la aplicación de políticas que casi todos sabemos erróneas, la desesperanza va haciendo mella entre la población. Como bien decía la primera ministra de Dinamarca, Helle Thorning-Schmidt, una cosa es hacer sacrificios y otra ser sacrificados. Bajo estas condiciones es difícil que la gente no desee hacerse presente, salir de la bruma a la que la habían arrojado las disciplinas impuestas por los nuevos poderes, enseñar sus rostros a quienes pretendían ocultarlos detrás de los insensibles cálculos macroeconómicos.
Es posible que la huelga sea mala para hacer cuadrar los números. Pero es estupenda para vigorizar la democracia, para trasladarnos a todos el sentir de quienes más están sufriendo la crisis. No hay que analizarla solo como un pulso entre sindicatos y gobierno, sino como una confrontación entre política y economía. Es parte de los mecanismos de la democracia, un recurso de última instancia que tiene la capacidad de acoger el descontento ante un lento y sistemático despiece del Estado de bienestar. Lo extraordinario hubiera sido que no se produjera, que la fractura social que se ha ido abriendo en nuestro país no tuviera una vía para exteriorizarse y simbolizar el hartazgo. El hecho de que fuera instada por los sindicatos y algunos partidos la recubre además de una importante legitimidad “institucional”, y esto son buenas noticias en unos momentos en los que crece la deslegitimación del sistema político y la conflictividad social amenaza con hacerse crónica y con caer en el nihilismo político.
A pesar de los esfuerzos comunicativos del ministro De Guindos, todavía no se ven brotes verdes por el lado de la economía. En el de la política, sin embargo, sí empiezan a hacerse presentes algunos signos de esperanza. El caso del posible acuerdo en torno a los desahucios es una muestra de ello. Aunque haya que lamentar que se hicieran oídos sordos cuando el 15-M empezó a lanzar las primeras señales de alarma. Poco a poco comienza a calar la idea de que sin consensos básicos entre los partidos, no solo entre los dos más grandes, la indudable amenaza que pende sobre la cohesión social no podrá ser despejada. Esperemos que estos alcancen también a las políticas económicas y -¡falta le hace!- a medidas efectivas que acerquen a la clase política a los ciudadanos. ¿Para cuándo una reforma electoral mínima y un primer esbozo de acuerdo en torno a la puesta en marcha de un cambio constitucional?
Mientras eso llega, que llegará, hoy seguiremos con la guerra de cifras en torno al éxito o fracaso de la huelga general. Como si eso importara ante los aplastantes datos del deterioro objetivo en el que se encuentran tantos y tantos grupos sociales. Con nombres y apellidos, con rostros perfectamente reconocibles.
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