Theo Francos, 68 años con una bala pegada al corazón
Combatió con los republicanos en la Guerra Civil, con los aliados en la II Guerra Mundial y sobrevivió a su fusilamiento
Theo Francos vivió 98 años, los últimos 68 con una bala alojada en el tórax, a escasos milímetros del corazón, que le dispararon en la II Guerra Mundial, en Holanda, en un pelotón de fusilamiento. “Oí el comienzo del tableteo de las metralletas y me dejé caer. Todo se volvió negro. Entonces se produjo el milagro. La bala que debía haberme tocado el corazón fue amortiguada y desviada por una insignia metálica de paracaidista que llevaba en el uniforme. Gravemente herido, caí en la fosa con mis compañeros muertos”, relató a la fotógrafa Sofía Moro en su libro Ellos y nosotros. “Los alemanes no nos remataron ni nos cubrieron de tierra y cal, sino que decidieron dejarlo para el día siguiente. Segundo milagro. Antes de su llegada, al alba, se produjo el tercer milagro. Una pareja de campesinos holandeses pasó por delante de la fosa para empezar su jornada de trabajo en el campo. Eran de la Resistencia. Sorprendidos, descubrieron la carnicería y observando los cuerpos vieron que uno entre ellos se movía todavía un poco. Era yo”.
Aquella pareja lo escondió y cuidó hasta que se recuperó. Francos nunca quiso sacarse la bala. Le dio miedo. Cada tres meses pasaba una revisión para comprobar que no se había movido. Solía decir que su vitalidad le venía del metal que aquel proyectil le iba administrando a la sangre. Estuvo viajando hasta hace poco: a una exhumación en Piedrafita de Babia, a Cuba... Su familia le bordaba en las camisetas el número de teléfono porque, cuando Francos estaba fuera, siempre se olvidaba de llamar y temían que le pasara algo.
Hijo de emigrantes españoles, nació en Fontihoyuelo (Valladolid), en 1914, pero vivió casi toda su vida en Francia, en Bayona. Allí fue al colegio hasta los 12 años. A los 16 se afilió a las Juventudes Comunistas. Con 22 llegó a Madrid para luchar en la Guerra Civil del lado de los republicanos. Se unió al quinto regimiento, con otros franceses y también belgas, muchos atletas llegados el 17 de julio de 1936 a Barcelona para participar en las Olimpiadas Populares organizadas como respuesta al boicot que en los Juegos Olímpicos de Berlín se había hecho a los deportistas antifascistas. Su primera acción fue la defensa del puerto de Somosierra, para cerrar el paso al general Mola.
Más tarde, se unió a la XI Brigada Internacional, donde llegó a ser comisario político. El primer encargo fue la defensa de la Ciudad Universitaria de Madrid. “Fue un combate terrible, cuerpo a cuerpo, edificio por edificio, escalera por escalera. Tirabas un tabique y te encontrabas con un moro de frente. El primero que tiraba era el que se salvaba. Pasamos mucho miedo”, relataba Francos en el libro Ellos y nosotros. Allí le hirieron por primera vez, en un brazo, por metralla de una granada.
Ya recuperado, volvió al frente ante la ofensiva franquista por el este de Madrid, en el río Jarama, donde murieron miles de brigadistas. Atravesó a nado el río para recoger a un compañero, un pianista americano al que una granada había arrancado un brazo. Ambos se reencontraron en 1986. Con su única mano, el brigadista al que había salvado la vida tocó El paso del Ebro, una canción que solían cantar los días previos al combate. Francos recordaba este reencuentro con emoción.
Después vino la Batalla de Brunete, la de Belchite, Teruel, el Ebro... hasta que los brigadistas internacionales recibieron orden de retirarse. En octubre de 1938, La Pasionaria les despedía en Barcelona: “Podéis marchar orgullosos. Vosotros sois la historia. Vosotros sois leyenda. Sois el heroico ejemplo de la solidaridad y de la universalidad de la democracia. No os olvidaremos”. En su dormitorio de Bayona, sobre el cabecero de la cama, Francos tenía un retrato de La Pasionaria, a la que decidió desobedecer aquel día. No quiso marcharse. Se unió a la 65ª Brigada de choque del Ejército republicano, y en marzo de 1939 terminó en el puerto de Alicante, la gran ratonera donde los perdedores de la guerra esperaban unos barcos extranjeros que nunca llegaron para evacuarles. Allí presenció los suicidios de compañeros que prefirieron quitarse la vida antes de caer prisioneros. A él lo enviaron a la cárcel de Portacelli, donde fue torturado, y después al campo de concentración de Miranda de Ebro del que se fugó y fue capturado de nuevo varias veces.
Las torturas fueron terribles. Vio cómo los franquistas cortaban la mano a muchos republicanos: “A ver cómo saludáis ahora con el puño cerrado”, recordaba que les decían. En 1940, gracias a la Cruz Roja, fue liberado. Pensaba que volvía a casa a descansar, pero volvía a otra guerra. Y decidió combatir de nuevo al fascismo. El 21 de junio de 1940 embarcó rumbo a Inglaterra para ingresar en la escuela de paracaidismo de Manchester. En 1942, le enviaron a Libia, donde tuvo que rematar a su mejor amigo, herido por una ráfaga de metralleta.
El 15 de septiembre de 1944 se lanzó en paracaídas sobre Arnhem, en Holanda, con otros 36 hombres. Cayeron prisioneros. Les llevaron a una fosa y dispararon. Esa es la bala que aún conservaba en el tórax. Todos le dieron por muerto. Su madre, a la que llevaba nueve años sin ver, ya iba de luto. Su prometida no había perdido la esperanza y ambos se casaron en Bayona en 1946. Ella murió hace unos años. Él hace unos días, con 98 años, una bala a escasos milímetros del corazón y un mal hábito: nunca dejó de fumar en pipa.
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