Dívar y Fuerteventura
Dívar, al llegar a Fuenteventura, pidió un coche oficial, para ir a misa, para ir a la playa. Si Unamuno hubiera sido allí la autoridad, lo habría mandado a tomar vientos, y no los de la isla.
Mi madre, una campesina canaria que odiaba tanto la solemnidad como la mentira, contaba una historia que seguramente ella escuchó a los viejos del lugar y que memorizó para no tener que explicar qué cosa era la arrogancia.
La historia es como sigue. Un ilustre noctámbulo gaditano llegó de madrugada a una posada andaluza; era tan tarde que tuvo que tocar mil veces la aldaba hasta que una mujer soñolienta y cabreada se asomó por un ventanillo gritando:
— ¡¡¿Quién demonios es?!!
El hombre se ladeó el sombrero, miró hacia arriba y se aprestó a darle la lista de sus nombres y también de sus encargos:
— ¡¡Soy don Juan de Arciniegas, caballero 24 de la ciudad de Jerez!!
Y entonces la mujer entrecerró el ventanillo, mientras exclamaba:
— ¡¡Pues váyase, que aquí no cabe tanta gente!!
Me he acordado ahora de esta historia cuando se ha sabido que Carlos Dívar, el presidente, aún, del Tribunal Supremo, usó para ir a Fuerteventura y ser recibido allí como un príncipe toda la nomenclatura que va aparejada al nombre propio. Como no parece que eso fuera suficiente, Dívar añadió:
— Soy la cuarta autoridad del Estado.
Qué barbaridad, la cuarta autoridad del Estado, y Fuerteventura con esos pelos.
Cuando el general Primo de Rivera, que también tenía por cada apellido un apodo y un encargo, mandó a Miguel de Unamuno al exilio (el exilio interior, en cierto modo), lo desterró a Fuerteventura. Cuando Franco quiso desterrar a los indeseables del Contubernio de Múnich, también los mandó con viento fresco (lo que hay en la isla en grandes proporciones, viento fresco) a la misma Fuerteventura.
Tanto Unamuno como los exiliados del contubernio llegaron y se familiarizaron con las personas, con los burros y con los camellos. Y con el queso, el mojo, las jareas y el gofio. Unamuno convirtió su estancia en legendaria, y fue tan generoso con la isla que incluso le regaló algunos versos inolvidables de su larga producción agónica. Él era un sabio, y a veces podía romper el saco de la arrogancia, sobre todo cuando arribaba a los riscos de los estúpidos; pero en Fuerteventura fue uno más. Escandalizó a la población autóctona tomando desnudo el sol en las azoteas, descubrió para los insulares el percebe, que venía de Marruecos, pero que en aquel entonces se devolvía al mar porque se consideraba producto espurio del fondo marino más indeseable. Hasta entrados los años sesenta del siglo pasado, esas patas de cabra, más largas que los percebes del norte, eran manjar exquisito del bar Antonio de Gran Tarajal. A Unamuno le fascinó el carácter interior, casi esquivo, esencial, de aquellos majoreros, y a su alma (quintaesencia de su esqueleto) le dedicó poemas que a uno le ponen los pelos de punta. Viajó mucho por la isla, y halló en toda la nomenclatura de los pueblos nombres propios que puso en un altar de cal blanca y de alta poesía.
Dívar, al llegar, pidió un coche oficial, para ir a misa, para ir a la playa. Si Unamuno hubiera sido allí la autoridad, lo habría mandado a tomar vientos, y no los de la isla.
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