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Tribuna
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Un extranjero ante el problema vasco

Confío en que los líderes de Euskadi conciban una nueva democracia política dentro de las fronteras de la UE

Desde la aparición de un reino unificado hispánico durante el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los vascos han desempeñado en la historia de España un papel mucho más importante del que les habría correspondido por su peso demográfico: han sido ministros y asesores personales de reyes, altos mandos del Ejército y la Armada, diplomáticos de alto rango para Castilla, así como industriales y banqueros de renombre, siempre en contacto con las empresas británicas, belgas, holandesas y francesas que se desarrollaron durante las últimas cuatro centurias. En los siglos XIX y XX los vascos se identificaron enormemente con los movimientos de liberación de multitud de pequeñas nacionalidades —como Serbia, Hungría, Cataluña o Finlandia— que, con lenguas e historias culturales propias, no lograron arrancar su independencia política a las monarquías dinásticas a las que estaban vinculadas.

Ya desde comienzos del siglo XX, intelectuales nacionalistas vascos recalcaban dos rasgos que hacían de su pueblo algo especialmente “diferente” del español o el francés: un idioma sin relación alguna con los principales grupos lingüísticos europeos, el latino y el germánico; y frecuencias de grupo sanguíneo, en proporción bastante distintas a las de la media europea. La primera vez que tuve conocimiento de esos rasgos fue en el París de 1950, donde, dentro de mi estudio sobre la Segunda República, visité la delegación del Gobierno vasco en el exilio. Allí me presentaron a Manuel de Irujo, parlamentario del PNV en las Cortes republicanas entre 1933 y 1939, y ministro durante los Ejecutivos de la Guerra Civil, tanto con Francisco Largo Caballero como con Juan Negrín.

Esa tarde, y en varias ocasiones posteriores, Irujo se mostró de lo más generoso con su tiempo, esbozándome con gran entusiasmo su interpretación de la historia vasca y la esperanza de que Euskadi, la patria dividida entre la soberanía española y la francesa, acabara accediendo por medios pacíficos a una completa independencia. Irujo no acusaba de opresión a España y Francia; simplemente, estaba convencido de que el carácter de la historia política y la cultura vascas hacían a su pueblo merecedor de un Estado independiente, y que esa independencia sería positiva para las tres naciones: España, Francia y Euskadi.

Uno de los argumentos que esgrimía Irujo al exponer la singularidad antropológica de la nación vasca se basaba en varios estudios llevados a cabo por grupos de especialistas europeos sobre los grupos sanguíneos vascos. Esas investigaciones, realizadas entre 1937 y 1950, habían puesto de manifiesto que el grupo 0 era más frecuente entre los vascos que entre el conjunto de los europeos y que, entre los primeros, el porcentaje que tenía RH negativo duplicaba prácticamente al registrado en el conjunto de los segundos. Ambos coincidimos en que esos datos eran cruciales para conseguir que quien necesitara sangre recibiera el grupo sanguíneo adecuado, pero que esa información puramente biológica poco o nada tenía que ver con las capacidades y los sentimientos de los individuos.

Sin embargo, Irujo no dejaba de aludir al grupo sanguíneo al hablar de las capacidades atléticas, las preferencias culinarias o los gustos arquitectónicos de los demás vascos. En una ocasión me dijo lo encantado que se había quedado al verme llevar una chapela y que había notado que mi mandíbula y mi frente despejada se parecían a las de los hombres vascos. ¿Tenía yo acaso algún antepasado vasco? Le contesté que, por lo que yo sabía, mis abuelos y bisabuelos procedían de Irlanda, Prusia y Rusia. Que éramos judíos que, aunque se habían casado con otros judíos, se habían movido bastante y que, hasta donde yo sabía, todos mis antepasados procedían del norte de Europa.

También aproveché la oportunidad para decirle que no podía evitar sentirme un poco incómodo cuando la gente mencionaba determinados rasgos personales, considerándolos típicos o muy frecuentes en ciertas subdivisiones de la raza humana: afirmaciones en el sentido de que a los judíos se les daban bien las finanzas, que los ingleses eran estirados o que los franceses pensaban que su lengua era superior a todas las demás. Al ser judío, era también muy consciente de la constante presencia que los prejuicios sobre el carácter del pueblo hebreo habían tenido en la historia del antisemitismo y en su punto culminante: el Holocausto perpetrado por los nazis durante la II Guerra Mundial. Don Manuel me aseguró que los prejuicios antisemitas no le producían más que desprecio, pero continuó bromeando sobre mi mandíbula e insistiendo en la singularidad del pueblo vasco y en su derecho a proclamarse independiente, tanto de España como de Francia.

Esas conversaciones tuvieron lugar en el París de 1950, pero hasta la década de 1960, cuando estaba escribiendo mi historia de la Segunda República, y entre los años 2006-2010, al redactar mi biografía de Juan Negrín, no fui consciente del papel determinante que Irujo había tenido en la historia de la República durante la guerra. Con Largo Caballero había sido el ministro responsable de acabar con las barbaridades perpetradas por una minoría de anarquistas y comunistas en los tribunales y las prisiones republicanas, y también de limitar en la medida de lo posible la tendencia de los “asesores” soviéticos a decidir por su cuenta sin consultar con el Gobierno republicano. Durante los Ejecutivos de Negrín había seguido restableciendo el respeto a los derechos humanos en las cárceles, tratando también con denuedo, en su calidad de católico practicante y de demócrata, de reabrir las iglesias en la zona republicana. Esta última iniciativa contó con el apoyo absoluto de Negrín, pero apenas pudo materializarse, por la sencilla razón de que el Vaticano, decidido a que Franco ganara la guerra, no estaba dispuesto a mover un dedo para ayudar a la República a restablecer la libertad religiosa.

Más allá de mis diversas y prolongadas conversaciones con Irujo, nunca he estudiado en profundidad la historia intelectual vasca, principalmente porque no leo vascuence y porque gran parte de mis 25 años de residencia en España los he pasado en Barcelona y Madrid. Sin embargo, de vez en cuando, al leer capítulos de Sabino Arana o de dirigentes vascos del siglo XX, he tenido la impresión de que una proporción considerable de los analistas políticos vascos, tanto conservadores como izquierdistas, están convencidos de que su pueblo tiene rasgos antropológicos que le distinguen del español y del francés, y que esas diferencias tienen mucho que ver con su insistencia en el “derecho a decidir”. Al mismo tiempo, como tengo la sensación de que Manuel de Irujo fue una de las mejores personas que he tenido el privilegio de conocer, confío de todo corazón en que, después del terrible medio siglo que ETA se ha pasado emponzoñando la vida política vasca, los actuales líderes del PNV, del PSE y de la izquierda abertzale sean capaces de concebir una nueva democracia política y cultural dentro de las fronteras actuales de dos Estados democráticos y de la Unión Europea.

Gabriel Jackson es historiador estadounidense.

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