Llega la derecha sin complejos
En el verano de 1997 se producían dos milagros en Marbella, uno en tierra y otro en el aire: mirabas arriba y veías volar a un cachalote; mirabas abajo y otro mamífero muy gordo, rodeado de gorilas, se paseaba en un cochazo por la calle. El cachalote de arriba era Camilo José Cela en parapente; el de abajo era Jesús Gil y Gil, coronado con fajos de billetes. Cuando el premio Nobel aterrizaba se hacía llamar marqués de Iria Flavia y vestía bléiser azul cruzado con botonadura de plata y corbata amarilla con pasador. Por su parte Gil y Gil, para dar glamour a toda la caspa marbellera, aparecía en televisión flotando dentro de una bañera rodeado de unas cerdas siliconadas.
Todo el mundo cantaba la Macarena o El toro enamorado de la luna; lo bailaban los pijos de pelo pegado, con rizos en el cogote lorailo lailo, los vaqueros planchados, las camisas de seda abierta hasta el tercer botón, los zapatos de tafilete sin calcetines con dos borlitas. Algunos de estos venados habían realizado un máster de empresariales; en cambio, otros no habían hecho un esfuerzo en esta vida salvo el que necesitaban para excretar si iban estreñidos, pero en la puerta de la discoteca hacían rodar en el dedo un pomo de llaves, del patrol o de la yamaja, para encelar a las chicas de voz gangosa, que hablaban con una pelota de pimpón dentro de la boca. Lejos de Marbella, en la costa valenciana que va desde el Saler por el Perelló hasta Cullera, salían en la oscuridad de la noche haces de rayos láser del fondo de la huerta y de los arrozales marcando el camino de las discotecas a las sucesivas bandadas de coches tuneados, de motos con el escape trucado cabalgadas por tipos duros de extrarradio, macarras y búfalos insomnes. Alguien de ellos, al llegar a uno de estos bailongos y verlo atiborrado de chicas sueltas, exclamó: “Aquí hay mucho bacalao”. Fue el bautismo brutalmente machista del sexo femenino. Con ello se inauguró una clase de música y una forma agónica de bailar, de beber, de vivir, de no dormir y de morir aplastado contra un chopo al amanecer del cuarto día.
Los socialistas habían perdido las elecciones el año anterior por 300.000 votos. No fue una derrota tan dulce como pensaban. Aznar metió en un mismo saco a franquistas, centristas, falangistas, liberales, democristianos, a la extrema derecha junto con izquierdistas resabiados y encima había desarrollado el gen del mando entre el desplante y la chulería sin complejos. Todo iba bien cuando, el 13 de julio, el país quedó consternado con el secuestro y asesinato del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco. No fue un atentado como los demás. La opinión pública había codificado dentro de la brutalidad fanática el coche bomba o el tiro en la nuca de ETA, pero el caso de Miguel Ángel Blanco significaba una condena a muerte anunciada, programada, ejecutada con la frialdad de un método. Un crimen tan horrendo hizo que por primera vez todas las fuerzas democráticas de derechas y de izquierdas se unieran en una multitudinaria manifestación de rechazo, a la que se unieron los jóvenes de todas las tendencias exhibiendo las manos blancas. Fue una ocasión perdida.
España comenzaba de nuevo a partirse en dos. El consenso político, que fue clave en la transición saltó por los aires
Ese verano de 1997 España comenzaba de nuevo a partirse en dos. El consenso político, que fue la llave de la transición, saltó por los aires. En el periodismo se establecieron las banderías a cara de perro, el concepto de adversario se sustituyó por el de enemigo y el odio era ya la única moneda en las tertulias de radio y de televisión. A expensas de una fase económica bonancible el verbo de moda era pillar. Se pillaba un negocio, un chollo, un apaño, un pelotazo, un enchufe, un trabajo. En Marbella seguía la fiesta enloquecida. Gil la había llenado de mármoles y de horteras, de mafiosos rusos y de jeques que se hacían aplaudir cuando defecaban dentro de las piscinas. Por ese tiempo comenzó a ahuecar el ala la gente fina.
Debajo de la locura hortera de aquel verano latía la conciencia colectiva lacerada con la terrible muerte de Miguel Ángel Blanco. El 10 de septiembre, Televisión Española promovió un homenaje a su memoria en la plaza de Las Ventas y allí estaban todas las fuerzas políticas de cualquier ideología sentadas en las primeras filas. Fueron invitados artistas y cantantes de cualquier especie. Julio Iglesias y Rocío Jurado levantaron grandes aplausos por parte de una derecha recién tostada por el sol de Marbella y por una izquierda que ya tenía complejo de estar invitada a una fiesta que no parecía ser la suya, cosa que se vio enseguida. Subió Raimon al escenario, saludó al público y anunció que iba a cantar Al Pais Basc, una canción que estuvo prohibida, según dijo, “por la dictadura franquista”. Esta expresión produjo en parte del público un gran abucheo, que siguió cuando José Sacristán recitó poemas de Alberti y de Bertol Brecht. Fue la ocasión en que la derecha de Aznar se apropió del dolor de las víctimas del terrorismo y a partir de entonces lo utilizó como un arma política contra la izquierda. En Valencia se había inaugurado la Ruta del Bakalao, poblada por ángeles del infierno, que llegaban de todas partes del país. Se trataba de bailar y no dormir nunca sino a bordo de las motos macarras hasta que reventaran los caballos.
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