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Tribuna
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La invasión de la vergüenza

La dimisión de Francisco Camps de la presidencia de la Generalitat valenciana y del PP regional podría ser un venturoso punto de inflexión. Qué alivio sería para todos que marcara un cambio de tendencia. De manera que, en adelante, los partidos del arco parlamentario depusieran las actitudes que nos han llevado al abismo, siguiendo la espiral de la degradación; dejaran de aferrarse a la exculpación de los propios abusos, como si nunca tuvieran nada que reprocharse a sí mismos; rehusaran dar la réplica a los rivales recurriendo al consabido “y tú más” y dejaran de conceder indulgencia plenaria a los abusadores sobre todo si pertenecen a su misma acampada. En definitiva, convendría alterar esa peculiar manera de aplicar las exigencias morales según la cual los íntimos tienen barra libre mientras que a los extraños o rivales nada se les tolera. Cómo cambiaría todo si, en adelante, el grado de exigencia moral aplicable en los círculos concéntricos de la vida política fuera inversamente proporcional a la magnitud del radio al que se encuentra la ubicación de cada uno de ellos. Es decir, que conforme el radio disminuye con el aumento de la cercanía, debería incrementarse también el grado de estricta exigencia en la evaluación de los comportamientos de quienes por estar más próximos están más comprometidos. Por esa senda cada uno de los partidos políticos podría aceptar, en algún caso, en los militantes de las formaciones adversarias comportamientos que, sin embargo, tendría prohibidos de forma radical, tolerancia cero, a los alistados bajo sus propias banderas.

Durante demasiado tiempo, ante los casos de corrupción, se ha cerrado filas junto a los corruptos

La cúpula del PP ha presentado la dimisión del señor Paco Camps —según le ha denominado la portavoz del Grupo Popular en el Congreso, Soraya Sáenz de Santamaría— como un ejemplo, que exigiría en el campo socialista otro descarte proporcionado dentro de los actos preparatorios de la campaña electoral. Cualquiera que sea —noviembre o marzo— la fecha de convocatoria de las elecciones generales, su cercanía sería bueno que sirviera de incentivo para desmentir el vaticinio —vendrán más años malos y nos harán más ciegos— que sirve de título al libro de Rafael Sánchez Ferlosio. Deberíamos esforzarnos por separar las maldades de la crisis de la ceguera progresiva sabiendo, eso sí, que, como él mismo sostiene, mientras los dioses no cambien, nada ha cambiado y que por ahora los dioses dominantes, los del mercado, se muestran inmutables mientras reciben nuestra fervorosa adoración. Sea como fuere aceptemos que el camino de la racionalidad no conduce necesariamente a la parálisis, aunque sirva de antídoto al amontonamiento característico de otras movilizaciones multitudinarias. Porque, desde luego, en los combates de la política, los efectivos que entran en acción ni tratan de demostrar “ciega y feroz acometividad”, ni tampoco “acortar la distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta”, como prescribe el credo de nuestra más reputada fuerza de choque. De igual modo queda claro que a la militancia encuadrada en los partidos políticos para nada corresponde imbuirse del “espíritu de unión y socorro”, según el cual “a la voz de ¡a mí la Legión!, sea donde sea, acudirán todos y, con razón o sin ella, defenderán al legionario que pide auxilio”. En definitiva, es hora de que los representantes elegidos rompan el corporativismo en el que han vivido si quieren conectar de nuevo con la ciudadanía.

Vuelven los indignados y los indignantes; un noruego de pura cepa considera “atroz pero necesario” cargarse a más de 90 compatriotas inermes con explosivos y armas automáticas sobre las que guarda silencio la policía; a Murdoch, el magnate de los medios, se le ve el plumero de la manipulación con el recurso a escuchas telefónicas y sobornos a la policía, saltan a la vista sus procedimientos para amedrentar a los políticos y conseguir que se rindieran amistosamente a sus chantajes. Cunde el desconcierto, la crisis presenta como penosos lastres para la ansiada competitividad las que eran nuestras mejores banderas, nuestras envidiadas superioridades en términos de protección social y de servicios públicos. Entonces alguno ha repetido perplejo aquello que se atribuía a Pío Cabanillas de “yo ya no sé si soy de los nuestros”. El avance sería notable si se generalizara la invocación al principio de mayor exigencia para no dejarnos invadir por la vergüenza. Sin olvidar que, como nos advirtió Ernst Bloch, “la razón no puede prosperar sin esperanza, ni la esperanza expresarse sin razón”. No se fíen de agosto. Sigan conectados.

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