Democracia directa, sí... pero con mucho cuidado
La experiencia de Suiza y California aconseja manejar con gran cautela las armas del referéndum y las iniciativas populares
Al hablar de democracia directa algunos politólogos usan imágenes tan inquietantes como la “espada de Damocles” o un “cuchillo muy afilado” que corta tan bien el pan como las yugulares. The Economist lo comparaba en un artículo de abril con un genio que, una vez liberado, es muy difícil devolver a la botella; porque a la gente, como a los políticos, también le gusta aferrarse al poder. Muchos de sus defensores creen que es un arma que conviene usar lo menos posible. Y si hay que desenvainarla, hacerlo con todo el cuidado. Porque sus grandes víctimas pueden ser las minorías más débiles.
Suiza y California son los lugares emblemáticos de la democracia directa, allá donde los votantes, a través de los referendos y las iniciativas populares vinculantes marcan en gran medida la política del Ejecutivo. ¿Se puede decir, entonces, que hay más “democracia real” en Suiza que en España? Veamos.
El abogado Daniel Ordaz, español y suizo de padres asturianos, de 36 años, miembro del Partido Socialdemócrata de Suiza asume que el sistema tiene “enormes deficiencias”, pero cree que es el menos imperfecto.
“El suizo considera que el Estado es suyo aunque le haya dicho a siete señores que lo gobiernen durante cuatro años”, explica Ordaz. “Pero no les cede todo el poder en esos cuatro años. En Suiza se vota en listas abiertas y no te sirve de nada hacerle la pelota al secretario general. Las cosas públicas el suizo las siente como propias. En España, sin embargo, parece un acto revolucionario romper una cabina, cuando en realidad la pagas tú. Pero la enorme ventaja de la democracia directa es que a menudo no es necesario aplicarla. En Suiza hay muchísimas leyes que se pactan. El hecho de saber que si te pasas de la raya el otro partido te va a convocar un referéndum, hace que te frenes”.
En el país alpino se votó expulsar a los inmigrantes con delitos graves
Antonio Hodgers, de 35 años, emigrante argentino, miembro del Parlamento suizo, presidente del grupo parlamentario de Los Verdes, opina que la gran ventaja es que el pueblo no puede desentenderse diciendo: “¡Ah, pero es que lo decidieron los políticos!”. “No hay una desconexión entre la clase política y el votante”, añade. “Pero el punto negativo es que en algunos temas muchos ciudadanos usan el voto para desahogar sus sentimientos más impresentables amparados por el anonimato del voto. Si uno es parlamentario tienes que justificar tu postura. Pero si nadie se entera de lo que votas puedes aprobar leyes racistas”.
En noviembre de 2009, el 57% de los suizos apoyaron en referéndum la propuesta de un partido derechista de prohibir la construcción de minaretes en las mezquitas de nueva planta. Justo 12 meses después, los suizos aprobaron en otro referéndum, con un 54% de respaldo, la expulsión automática de los extranjeros condenados por delitos graves.
Los jóvenes suizos no acuden a las urnas tanto como sus padres
“Esa ley permitía, por ejemplo, que el hijo de un emigrante español, aunque hubiese nacido aquí, sea expulsado si comete un delito. Todavía no se sabe cómo la vamos a aplicar, porque atenta contra los derechos fundamentales, pero el pueblo la votó, aunque solo la defendía un partido de extrema derecha”, lamenta Hodgers. “Sobre otros temas, al margen del racismo, el pueblo puede ser muy maduro. Aquí se propuso aumentar la velocidad en las autopistas y el pueblo votó que no. En algunos cantones incluso se ha aprobado un aumento de impuestos. Pero en Suiza, aunque las minorías de inmigrantes vayan cambiando, el sentimiento discriminatorio no lo ha hecho. Y eso se refleja en los referendos”.
Hodgers estima que en Suiza se está generando un problema de “exceso democrático”. “Por eso Los Verdes proponemos restringir un poco la democracia directa, un poquito, no más. Las iniciativas que tocan a los derechos fundamentales no pueden ser sometidos a consulta popular”, indica.
El pueblo suizo puede someter a referéndum cualquier ley que aprueben sus representantes estatales, autonómicos o municipales. Eso significa, en la práctica, que puede votar unas tres o cuatro veces al año. “Parece muy romántico, suena a que estás viendo el telediario, te indignas ante algo y frenas una ley, recogiendo firmas para un referéndum o iniciativa popular. En realidad son las organizaciones como sindicatos y asociaciones empresariales quienes consiguen reunir 10.000 o 50.000 firmas en un país de casi ocho millones de habitantes”, indica el letrado Ordaz.
La derecha suiza cree que se vota demasiado, según señala Loly Bolay, parlamentaria de origen gallego, perteneciente al partido socialista suizo. “Y puede que sea cierto. También es cierto que a veces se aprueban en referéndum cuestiones claramente inconstitucionales, como la prohibición de los minaretes en un país como este donde solo hay cuatro o cinco minaretes. Pero si se pone en una balanza lo bueno y lo malo de la democracia participativa, gana sin duda lo bueno”, afirma Bolay.
En España
La Constitución prevé la participación directa de los ciudadanos en el proceso de producción normativa, configurando al pueblo, mediante la presentación de 500.000 firmas, como sujeto de la iniciativa legislativa. Este reconocimiento constitucional de la iniciativa legislativa popular permite, de un lado, instrumentar la directa participación del titular de la soberanía en la tarea de elaboración de las normas que rigen la vida de los ciudadanos, y posibilita, de otra parte, la apertura de vías para proponer al poder legislativo la aprobación de normas cuya necesidad es ampliamente sentida por el electorado, pero que, no obstante, no encuentren eco en las formaciones políticas con representación parlamentaria.
Curiosamente, mientras en España los indignados piden más democracia, los jóvenes suizos no acuden a las urnas. “La generación de 50 y 60 años vota más que la de 20 o 30. Es una pena”, admite el representante parlamentario de Los Verdes. “Hace poco perdimos en referéndum una ley para ayudar a los jóvenes que tienen más desempleo. Y la perdimos precisamente porque ellos no se interesaron por votar”.
En California, el ciudadano también parece saturado de tantas votaciones. Pero, en este Estado, que empezó a aplicar la democracia directa a principios de siglo acogiendo como modelo el ejemplo suizo, casi el 90% de los californianos cree que su Gobierno no funciona. El desempleo es uno de los más elevados del país, el rango crediticio del Estado es uno de los peores valorados en EE UU. Mientras tanto, el ejercicio de la democracia directa no ha hecho más que crecer. En los sesenta, el número de consultas populares fueron nueve, en los noventa llegaron a 61 y desde 2000 a 2010 se batieron todos los récords, con 74.
En un artículo titulado Los peligros de la democracia extrema, la revista británica The Economist se preguntaba en abril cómo un lugar con tantos factores buenos a su favor como la acumulación de talento en Silicon Valley y en Hollywood y la diversidad de sus bellezas naturales puede estar tan mal gobernado. Concluía que el principal culpable era la práctica de la democracia directa, gracias a la cual en 1978 se aprobó la famosa Proposición 13, mediante la que se han venido congelando desde entonces los impuestos que gravaban las viviendas. La revista advertía que California era un ejemplo exacto para aprender de lo que nunca se debe hacer: “Lo que ha ido mal en California puede ir mal en cualquier otro sitio”.
El analista mexicano Luis Rubio, presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), cree que California es un paraíso para los promotores de consulta. “Los grupos que organizan referendos son mucho más importantes que la población de los distritos electorales”, explica.
A pesar de eso, Rubio cree que la democracia directa, en sociedades de larga tradición democrática puede ser una herramienta muy útil.
Pero en lugares como Venezuela o Libia [El Gobierno libio propuso el domingo convocar un referéndum supervisado por la ONU sobre si Muamar el Gadafi tiene que abandonar el poder] “los líderes se sirven de la población para legitimar sus actuaciones”, advierte Rubio.
Pero volvamos a California. Henryk Rehbinder, 53 años, jefe de la sección Editorial del diario californiano La Opinión reconoce que el sistema en California ha ido degenerando desde que se implantó a principios de siglo para luchar contra la compañía ferroviaria que compraba voluntades de políticos, jueces y periodistas. “Se ha convertido en un negocio donde priman los intereses de las grandes organizaciones. Aquí se sometió a votación popular una ley para que las petroleras pagasen impuestos de extracción. Y ganaron las petroleras. Asustaron a todo el mundo diciendo que si les imponían los impuestos se perderían empleos. Compraron firmas y publicidad. Hay compañías que reciben entre dos y cinco dólares por las firmas que consiguen. De pronto, aparece gente enfrente de los supermercados explicando al caminante desprevenido por qué ha de votar determinada cuestión. Y un mes antes de cualquier elección nos bombardean con unos anuncios que en 30 segundos resumen a veces temas enormemente complicados. Al final, el votante es manipulado vilmente. Hay temas que no se pueden reducir a un sí o un no. Pero como el legislador, con sus especialistas, no encuentra manera de resolverlos se los tira al votante para que lo decida basándose en anuncios de 30 segundos”.
A pesar de las “enormes imperfecciones” de la democracia directa, Henryk Rehbinder también es partidario de ella. “Si no existiera dependeríamos solo de los políticos, que también están sujetos a las presiones de los intereses privados”, concluye.
El profesor uruguayo David Altman, autor del libro Direct Democracy Worldwide, de reciente publicación, cree que en California se le echa demasiada culpa a la democracia directa. “La Corte Suprema federal se negó a poner límites al coste de las campañas populares. ¿Entonces, es culpa de la democracia directa o de los jueces?”, pregunta.
Altman señala que cada vez son más los países que hacen uso de la democracia directa (Italia, Lituania, Eslovaquia, Eslovenia, Uruguay y “en Estados Unidos, Oregón”). Pero asume que es un “cuchillo muy afilado” y que “una vez que sacas el bicho es muy difícil devolverlo a la jaula”.
Todos los consultados señalan que no es un sistema fácilmente exportable de un país a otro. “En el caso de que se quisiera implantar en España habría que hacerlo teniendo en cuenta los errores que otros han cometido”, señala el abogado suizo y español Daniel Ordaz. “Lo que no se puede hacer es coger la Constitución suiza y donde pone Zurich tacharlo y poner Albacete. Los suizos tienen decenas y decenas de años de tradición en democracia directa y nosotros empezamos en 1978 con la representativa”.
Grandezas y miserias de Porto Alegre
El Partido de los Trabajadores (PT) de Luiz Inácio Lula da Silva empezó a gobernar en 1989 la ciudad sureña de Porto Alegra. Muy pronto a sus dirigentes se les ocurrió que podían ser los propios ciudadanos quienes, organizados en asambleas, gestionasen los presupuestos de la ciudad. Y, durante muchos años, el invento funcionó. Aquello no se podía enmarcar dentro de los que los teóricos llaman democracia directa, pero permitía al millón y medio de habitantes involucrarse en las inversiones de la ciudad.
“Como suele ocurrir en todas las asambleas, acudían muchas más mujeres que hombres, pero los hombres hablaban mucho más que las mujeres”, recuerda Celi Pinto, profesora de la Universidad Federal de Rio Gran du Sur. “A pesar de todos sus defectos, durante los 16 años en que el PT gobernó la ciudad se hicieron actuaciones muy buenas. Pero el gran problema es que era un sistema muy dependiente del PT. Y en cuanto perdieron la alcaldía en 2004, el nuevo partido de centro derecha no le concedió tanta importancia. Pero aunque haya perdido mucha fuerza sigue habiendo asambleas de presupuesto. Nadie en Porto Alegre se atrevería a acabar con él”, concluye Pinto.
Alfredo Alejandro Gugliano, profesor del departamento de ciencia politica de la Universidade Federal do Rio Grande do Sul, cree que en cuanto el PT perdió la alcaldía muchos intelectuales de izquierda dejaron de interesarse por el presupuesto, lo veían ya como algo “sin magia”.
Gugliano ha estudiado el presupuesto participativo en Brasil y cree que, “lamentablemente”, no cundió el ejemplo, no hay un caso equiparable de democracia participativa, ni siquiera en Brasil. “No hay un consenso en el país para que los ciudadanos participen en la discusion del presupuesto. Al contrario, la mayoría demuestra que no ve eso como una necesidad, incluso en el PT”.
Todas las experiencias que estudié de presupuesto participativo en Brasil, nacieron de las manos del Estado. sea, determinados partidos políticos ganaron las elecciones y a partir de eso se creo el presupuesto participativo.
El movimiento asambleario suele ser criticado muchas veces como “facilmente manipulable”. También sobre el presupuesto participativo se decía en Brasil que quien manejaba los resortes era en realidad el PT a través de grupos vecinales muy bien organizados.
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