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Tribuna
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La cojera y el legado

Cayo Lara ha acudido presuroso en ayuda del PP y ha reeditado la ‘pinza’ de Anguita y Aznar

En Estados Unidos, establecida la limitación constitucional de dos mandatos presidenciales, solo se puede optar a una reelección. Quien renueva la victoria presidencial pasa a merecer el sobrenombre de lame duck (pato cojo). Porque se considera que desde el mismo momento de su segunda inauguración empieza la cuenta atrás hacia su inexorable extinción. Sus días en la Casa Blanca dejan de contarse de manera acumulativa y pasan a verse, a la inversa, como el resto decreciente de los que le faltan para desalojarla. Se tiene bien estudiado que a los presidentes durante el segundo mandato les inundan preocupaciones muy distintas de las que les embargaron en el primero. Hay siempre una que suele crecer de manera obsesiva, hasta sobreponerse a todas las demás: la del legado que el presidente en evaporación aspira a dejar para la posteridad.

En España, sabemos que la meteorología y los caracteres tienden a los extremos. El caudal de nuestros ríos pasa de la sequía propia del estiaje al desbordamiento torrencial que todo lo inunda. También en política hemos padecido la alternancia de periodos de inmovilismo, donde los titulares se eternizaban en el poder, con otros de relevos súbitos, casi epilépticos. Se diría que nos faltan tradiciones regulares en nuestra historia política, surcada por alteraciones y discontinuidades. Pero es ahora, cuando llama a la puerta una generación donde parecerían ser mayoritarios quienes prefieren proclamarse nietos de la Guerra Civil y renegar de ser hijos de la Transición; cuando la Constitución de 1978 está a punto de ser la de más larga duración de todas las que nos hemos dado; cuando se diría que la renuncia del anterior presidente del Gobierno, José María Aznar, a competir en los comicios de 2004 por un tercer mandato podría haber iniciado un uso cuya reciente adopción por el actual presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, terminaría encaminándonos en la estela americana de dos periodos presidenciales improrrogables.

El caso es que los primeros síntomas de cojera del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, pudieron detectarse en mayo de 2010, cuando los controladores del euro le prescribieron una dieta estricta de gasto. Así, hubo de comparecer en el Congreso de los Diputados amarrado al mástil del cumplimiento de sus deberes respecto a la contención del déficit y del saneamiento de la deuda. Así se reveló la insuficiencia de su optimismo antropológico, así le vimos recuperar su conocido perfil de ecce homo, dispuesto al sacrificio, impasible el ademán, entregado al “me cueste lo que me cueste” y empeñado en darlo “todo por la patria”. Sin importarle cargar con la impopularidad, en contraste con quienes anteponen el cultivo de la propia imagen y todo lo calculan en términos de posible impacto electoral. De modo que, a esas alturas, ZP parecía dispuesto a inmolarse, pero todavía seguía sintiéndose necesario. Hizo falta que pasara casi un año para que abriera un periodo de ambigüedad calculada en torno a si volvería a ser candidato, y tuvimos que esperar hasta abril para asistir a la escena de ZP se despide de ustedes.

En todo caso, el vuelco del poder local y autonómico a favor del PP, producido tras las elecciones del pasado 22 de mayo, se tiende a interpretar como un signo inequívoco de predestinación para las generales que, a muy tardar en marzo, darán paso a la siguiente legislatura, donde se barrunta una clara preponderancia pepera, conforme señalan los augures de forma casi unánime. Desde luego, un análisis secuencial de los comicios celebrados a partir de 1977 confirmaría que las victorias en las legislativas han ofrecido escaso margen para la sorpresa. Porque, salvo excepciones, los triunfos a escala nacional han llegado precedidos de otros del mismo signo, obtenidos por quienes enarbolaban idénticas banderas, en los comicios locales y regionales. Por eso ya antes de la campaña electoral había quedado claro que Zapatero en absoluto era un valor añadido. En consecuencia, los candidatos más despachados le cursaron las correspondientes “no invitaciones”, convencidos de que su presencia restaba votos.

Además, como el desastre de las urnas había superado las peores imaginaciones, la vergüenza terminaba cambiando de bando. Durante años había avergonzado aliarse con el Partido Popular y ahora, sin que los populares hubieran ofrecido propósitos de enmienda, ni hubieran retirado a los imputados de sus listas, ni sustanciado las salpicaduras del caso Gürtel, resultaba vergonzoso aliarse con el PSOE. Así que, por ejemplo, el coordinador general de Izquierda Unida, Cayo Lara, acudía presuroso en ayuda del vencedor y reeditaba la pinza que Julio Anguita había bordado en rojo ayer. Ahora nos toca ver a Rubalcaba. Atentos.

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