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Migrados
Coordinado por Lola Hierro

De Guatemala a Boston: un puente hacia el futuro

Además de los muros físicos, una familia superó las barreras políticas y educacionales que encontraron en su camino migratorio a Estados Unidos. Esta es su historia

Mia, una niña guatemalteca de siete años, juega en los columpios y toboganes cerca de una escuela primaria en un barrio de Boston, donde su familia acaba de llegar buscando asilo después de huir de Guatemala y pasar siete meses en el limbo en México.
Mia, una niña guatemalteca de siete años, juega en los columpios y toboganes cerca de una escuela primaria en un barrio de Boston, donde su familia acaba de llegar buscando asilo después de huir de Guatemala y pasar siete meses en el limbo en México.Giovanna Dell'Orto

En una soleada mañana de mayo, Mia se columpia frente a la escuela primaria del suburbio de Boston donde su familia acaba de llegar en busca de asilo. “En el albergue había unos que eran casi como estos, allí aprendí a columpiarme”, afirma la pequeña guatemalteca en recuerdo de los últimos meses que pasó en el limbo en Ciudad Juárez, México. “Pero de esos no”, añade, corriendo a los primeros toboganes de sus siete años de vida.

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Mia y sus padres son uno de los cientos de miles de familias centroamericanas que al huir de sus países se enfrentan a dos muros hechos aún más insuperables por la pandemia: las políticas migratorias y la falta de oportunidades educacionales.

La historia de lo que lograron hasta hora: seguir educando a Mia —de forma virtual— y cruzar juntos legalmente a los Estados Unidos es testimonio de determinación inspiradora y desafíos universales entre los números récord de migrantes que intentan buscar nuevas vidas esta primavera en “el norte.” Todo esto mientras la lucha partidaria sobre la frontera se intensifica en Washington.

El muro de la pandemia

En abril, los agentes fronterizos del servicio de Protección de Fronteras y Aduanas de Estados Unidos interceptaron a casi 180.000 personas en la frontera con México, entre las cuales había 70.000 familias y menores no acompañados. Bajo la norma de salud pública de la pandemia, llamada Título 42, expulsaron inmediatamente a más de 60%, según los datos gubernamentales.

Al chocar con el muro de la pandemia, miles de migrantes han vuelto a llenar los albergues en las ciudades fronterizas de México que se iban vaciando de las familias llamadas MPPs [protocolo de protección de migrantes, por sus siglas en inglés] a quien la Administración Biden ahora permite esperar sus citas para solicitar asilo al norte de la frontera, después de verse obligadas a permanecer en México bajo el Gobierno de Trump.

“Lo que estamos viendo ahora es la continuación de lo que empezó en 2014” dice Rubén García, en referencia a la llegada masiva de familias centroamericanas entregándose a la patrulla fronteriza. Hace 40 años que García es director de una organización de acogida para migrantes en El Paso, Texas, que en abril recibió un millar de MPPs a la semana. “La gente del Título 42 es aún más vulnerable a los cárteles que los MPPs, que sabían que su espera iba a terminar un día”.

La llamada, que describía en vivo cómo la niña andaba vestida al salir de su colegio —“si no quieren que la devolvemos en pedazos, páguennos”—, gatilló la decisión de huir

En los últimos meses se batieron récords históricos de niños cruzando sin familiares. Muchos padres desesperados están pagando a traficantes para que lleven a Estados Unidos sus hijos solos, pues los menores de edad están exentos del Título 42. Los padres de Mia se negaron a hacerlo: “Esto es todo para salvarla, no vamos a arriesgar su vida ahora”, contaba su madre Aleyda, en una entrevista realizada el pasado abril en un minúsculo cuarto de literas que compartía con otra familia en un pequeño albergue en Ciudad Juárez.

Era el segundo albergue donde la familia vivía durante los siete meses de limbo en esa metrópolis fronteriza —extendida por un desierto inhóspito y marcada por décadas de conflicto hiperviolento entre carteles— después de que los oficiales en el puente que la conecta con El Paso les dijeran que la pandemia había “cerrado” la frontera.

Llegaron allí en avión, con visa regular para México luego de múltiples extorsiones en Ciudad de Guatemala que les costó su negocio y que terminaron con una amenaza de secuestro a Mia. La llamada, que describía en vivo cómo la niña andaba vestida al salir de su colegio —“si no quieren que la devolvemos en pedazos, páguennos”—, gatilló la decisión de huir solo con tiempo de empacar dos mochilas.

Fue la última vez que Mia pisó el suelo de una escuela.

La escuela en las aceras

En Juárez sufrieron hambre —“algunos días comimos pasta de dientes para aguantar”— y otras, amenazas de extorsión. Pero su preocupación principal era que Mia pudiese seguir su educación. “Esto no es su culpa, y no se puede parar”, manifestaba Aleyda en el albergue mientras que Mia dibujaba bajo la litera. “Lo más importante para nosotros es que ella pueda seguir siendo niña”.

Su herramienta principal fue un programa de clases virtuales y gratuitas llamado Sidewalk School. Este proyecto empezó como una escuela en las aceras de Matamoros, otra ciudad en la frontera de EE. UU. y México donde surgió un enorme campamento de migrantes.

“Vimos depresión grave entre los niños porque no tenían nada que hacer, por eso empezamos la escuela, y también para que pudiesen ver que la gente en su comunidad tiene poder”, cuenta la cofundadora Felicia Rangel-Samponaro, una maestra estadounidense licenciada en psicología. Todos los profesores, como los alumnos, son personas en búsqueda de asilo.

Al convertir el programa en uno virtual por la pandemia, este se ha extendido a lo largo de los 3.100 kilómetros de la frontera. Se sirve del apoyo de padres y madres como Aleyda, que se encargan de monitorear a los alumnos que aprenden el alfabeto en español, lo básico sobre Historia americana, y matemáticas.

En Juárez pasaron hambre —“algunos días comimos pasta de dientes para aguantar”— y otras, amenazas de extorsión. Pero su preocupación principal era que Mia siguiera estudiando

En el albergue donde pasaron la mayoría de su tiempo en Juárez, Aleyda ayudaba a unos 50 niños, entre 4 y 18 años, a asistir a clases desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, de lunes a viernes. Incluso Mia, que confiesa muy seria: “yo también le decía maestra”.

“Los maestros daban clases, pero había niños de hasta 10 años que no sabían cómo agarrar un lápiz”, recuerda Aleyda. “Yo compraba premios para motivarlos, y lidiaba con las mamás”, incluyendo con la madre de una chica de 10 años que la ponía a cuidar sus tres hermanos o hacer la cola para lavar ropa en una tabla.

Recaudando pequeños fondos en el albergue —irónicamente, Aleyda tenía experiencia profesional en esto en una ONG en Guatemala— compraron playeras con calcomanías de emojis, uniformes escolares y una campana para llamar a los niños a las clases virtuales en el comedor. Y cuando no se presentaban “me iba hasta la cama a preguntar ‘¿por qué no viniste?, te extrañamos”, abunda la mujer.

“Muchas personas se quedan como en luto, sin interés, yo necesitaba algo para sobrevivir allí”, Aleyda añade. “Mia también hacia méritos, se involucraba con otros niños.”

Con esto siguieron adelante esperando el “milagro”, que llegó a través de Taylor Levy, abogada de migración que les consiguió, de forma gratuita, una cita con los oficiales fronterizos para cruzar con una excepción humanitaria. Varias centenas de familias especialmente vulnerables recibieron en abril estos permisos temporales, que les autoriza a pasar a los Estados Unidos para continuar allí su búsqueda de asilo.

“Es una excepción muy estricta” explica Levy. “Y miles de familias se están quedando fuera, en condiciones mucho peores”, incluso sin la protección precaria de los coyotes que los acompañaron al norte. Ahora se encuentran desubicados en México, vulnerables frente a los frecuentes secuestros de los carteles.

La primera semana de mayo, Mia y sus padres dejaron todo eso atrás. Tomados de la mano, subieron al puente, miraron la barrera bajo la acera en el cauce seco del Río Grande, y entraron a su nuevo país.

“El sueño hecho realidad”

Ocho días después, paseando por el típico pueblo estilo New England de casitas rodeadas por vallas de madera blancas y árboles floreados donde están alojados con familiares, Aleyda comenta: “ni me lo creo. El sueño hecho realidad”.

“Ahora mi nena puede venir al parque y estar viva. Desde los dos años y medio quisimos que estudiara, acá hay tantas oportunidades”. Y los planes se multiplican: finalizar las peticiones de asilo antes de la fecha en la corte el próximo mayo, encontrar trabajo, inscribir a Mia en la educación Primaria para el nuevo año académico ...

Mientras tanto, la pequeña está aprendiendo inglés a través de programas de música en la televisión que le enseña su primo Daniel; el adolescente llegó hace tres años en los EE. UU. sin una palabra de inglés y ahora solo le faltan dos semestres de instituto para graduarse.

Mia se despide de una visita regalándole una flor de papel que acaba de crear y diciéndole “It’s for you” (Es para ti). “¿Qué dice, Mia?”, su madre susurra desde la mesa. Su primo sonríe orgulloso. “You’re welcome” (Eres bienvenida). Mia contesta impecable al agradecimiento.

Los apellidos de los protagonistas se omiten para protegerlos mientras que su petición de asilo sigue pendiente. Este reportaje ha sido financiado en parte por una beca de la National Geographic Society.

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