De México a India: las mujeres lideran proyectos en sus comunidades que reducen el impacto de la pandemia
La red de emprendedoras de The Hunger Project ha estado al frente de programas de concienciación, ayuda a los trabajadores migrantes y en proyectos contra el abuso sexual y la planificación familiar
La pandemia les ha dado la razón. La ONG The Hunger Project (THP) lleva más de 40 años intentando acabar con la pobreza y el hambre en todos los rincones del globo a través de estrategias sostenibles, que surjan desde las comunidades y que estén lideradas por mujeres. Durante la crisis del coronavirus, cientos de lideresas han llevado a cabo proyectos para apaciguar los estragos de la covid-19 con resultados muy positivos en sus localidades. Alisha se convirtió en la chivata de matrimonios infantiles y se encargó de que las jóvenes de su pueblo tuvieran acceso a los anticonceptivos. Maribel tradujo toda la información sobre el coronavirus al mazateco para que sus vecinos entendieran las precauciones y los cuidados que debían tomar. Y Rashmita ayudó a que cientos de los millones de trabajadores migrantes que volvieron a sus casas durante el encierro cumplieran las cuarentenas y estuvieran bien alimentados. Esta es la historia de tres mujeres que están cambiando sus comunidades. Y el mundo:
Aisha Nanfuka de Mpigi, Butambala, Uganda. “¿Miedo? Soy una líder y estoy aquí para dar ejemplo”.
El 18 de marzo fue el día en que decretaron el confinamiento obligatorio en Uganda. Para miles de niñas y jóvenes también fue el día en que las encerraron con sus maltratadores y el momento en que dejaron de tener control sobre la planificación familiar. Sin acceso a los anticonceptivos y, en algunos casos, recluidas con su abusador los retos se multiplicaban para las mujeres. Menos para Aisha Nanfuka, líder del Equipo Sanitario de THP Uganda. Esta mujer de 45 años y madre de cuatro hijas y cuatro hijos, se propuso acabar con la violencia machista en todas sus formas en el distrito de Butambala, con una de las tasas más altas de embarazos juveniles de todo el país.
“Me convertí en la chivata del pueblo”, cuenta entre risas en luganda, un idioma autóctono. Nanfuka se enteraba de los matrimonios infantiles y clandestinos e iba a detenerlos y ponía en contacto a las mujeres con las clínicas y ginecólogos para que tomaran anticonceptivos y evitaran embarazos no deseados. “¿Miedo? Soy una líder y estoy aquí para dar ejemplo”, espeta. Es una mujer fuerte y llena de energía que pasa de la carcajada a la mirada impenetrable cuando se trata de sus compañeras. De su trabajo se beneficiaron 153 mujeres: 37 recibieron pastillas anticonceptivas, 22 se realizaron las pruebas de cáncer del cuello de útero y una fue operada.
Pero tampoco ha sido fácil: “Aquí la mayoría son musulmanes y tienen una mentalidad algo más cerrada. No siempre les sienta bien que una mujer tome las decisiones o se interponga. Pero yo no podía ser cómplice. Hago todo esto pensando en mis cuatro hijas”, narra a través de una videollamada. Detrás, los rayos de sol y el sonido de las gallinas de la granja se cuelan a cada rato en la entrevista. Su pueblo es una zona rural que, como el 72% del país, vive de la agricultura. Dos de cada 10 ugandeses, sin embargo, no tiene acceso a agua potable y viven bajo el umbral de la pobreza, según THP Uganda.
Aunque la tarea de lavarse las manos a menudo no es viable para todos, Nanfuka se empeñaba en recordarlo. Ataviada con un megáfono y con los nudillos preparados fue de puerta en puerta casi a diario recordando las medidas de seguridad e incentivando a que la gente guardase la distancia de seguridad. “Tenía que cuidar de mi gente”, dice con orgullo.
Maribel Gallardo de San José Tenango, Oxaca, México. “Ha costado mucho que nuestras opiniones sean escuchadas”.
La palabra feminista no llega a la región de San José Tenango, Oxaca, al sur de México. Al menos eso asegura Maribel Gallardo, coordinadora de THP en el municipio desde hace nueve años. Sin embargo, las mujeres como ella juegan un papel crucial en la identidad y el desarrollo de la zona, que engloba 11 comunidades indígenas. Desde hace años, ellas forman parte de las asambleas comunitarias, crearon sistemas de captación de agua, estufas que consumen menos leña y construyeron una escuela con educación en perspectiva de género.
Durante la crisis del coronavirus también fueron ellas las que lideraron los programas de concienciación. “En las comunidades nadie se lo tomó en serio. Hasta que murió un hombre en San Martín Caballero por covid”, cuenta la mujer de 36 años por teléfono. Para entonces, ya era abril y la noticia pilló a la comunidad de sorpresa. Empezaron entonces a coser mascarillas de tela y a lavarse a menudo las manos con agua y jabón –el coste del gel antibacteriano era inasumible para la mayoría de familias–. El 46,2% de los mexicanos viven bajo el umbral de la pobreza, según cifras de The Hunger Project México. Un porcentaje que aseguran ser mucho más alto en regiones indígenas. Es por ello que la ONG ha hecho de las zonas rurales su principal causa y solo en Oaxaca, San Luis Potosí y Chiapas su ayuda llega a 26.000 personas.
Cuando Gallardo intentó empezar una campaña de concienciación, se dio cuenta de un problema fundamental: el idioma. “La poquita información que nos llegaba o que nos pasaban los gobernadores estaba en español y aquí la mayoría habla solo mazateco [una lengua nativa que comparten cerca de 190.000 personas]”, narra, “Sobre todo los viejitos. Y ellos eran los que sí o sí tenían que entender las indicaciones, por ser población en riesgo”. Así que su labor tuvo mucho de traducción e interpretación y de ir puerta a puerta informando de los peligros del coronavirus y otras enfermedades también presentes. “En nuestro municipio muere mucha gente por dengue y hay algunos síntomas muy parecidos. Hicimos letreros con las diferencias y los repartimos entre los taxistas y las camionetas”, recuerda.
Entrar en un espacio reservado para hombres no fue fácil. “Ha costado mucho que nuestras opiniones sean escuchadas”, reconoce, “Pero es imposible que crezcamos como comunidad si a nosotras nos excluyen. Ahora hemos creado una alianza entre hombres y mujeres y solo pensamos en lo que le vamos a dejar a los que vienen detrás”. Para Gallardo es fundamental que las mujeres encuentren espacios en los que compartir sus experiencias y hablar de lo que les ha servido. Es por ello que su participación en uno de los eventos del 75 aniversario de la ONU fue “importantísimo”: “Charlar con más mujeres activas y con liderazgo me hizo sentirnos grandes. Entender que no estamos solas”.
Rashmita Patra del distrito de Khorda, Odisha, India. “Con miedo a contagiarme o sin él, tenía que hacerlo”.
En la casa de Rashmita Patra viven cinco personas, pero durante abril y mayo cocinó para 20. La mujer de 35 años es la presidenta del Consejo del pueblo de Benupur, en Odisha, al noreste de la India, y apenas supo lo que era quedarse en casa en los meses de confinamiento. Al inicio, su marido y ella gastaron parte de sus ahorros en comprar comida para dar de comer a los más necesitados y más adelante en alimentar a los trabajadores migrantes que volvían a su localidad. El resto del tiempo se las pasó haciendo de enlace entre la Administración y los ciudadanos: puerta a puerta ayudaba a pedir el pago de las pensiones de los mayores, solicitaba las ayudas alimentarias y se cercioraba de que estuvieran cumpliendo con las recomendaciones sanitarias.
“El Gobierno se ocupó y aplicó medidas contra el hambre. Pero tardó mucho”, explica acomodándose el sari violeta al otro lado de la pantalla. La India ha sido de los países más golpeados por la pandemia y los trabajadores migrantes las principales víctimas. Según las estimaciones de la ONG Action Aid, cerca de 450 millones de personas originarias de las áreas rurales viven actualmente en las metrópolis indias con trabajos precarios y temporales. En abril, millones volvieron a sus casas en un éxodo sin precedentes. Muchos no sobrevivieron los largos caminos a pie y otros llegaron y contagiaron a sus vecinos. El pueblo de Patra fue una excepción porque se encargó personalmente de que se cumplieran con las cuarentenas.
Iban llegando en tandas de 15. A veces eran más. El Gobierno convirtió un colegio público en un centro-covid, en el que los migrantes tenían que pasar 14 días de cuarentena. “Se les estigmatizó y nadie quería ayudarles o mandarles comida. Así que me tocó a mí. Con miedo a contagiarme o sin él, tenía que hacerlo”, explica con dulzura. Arroz, verduras, dhal y roti, idli sambar… Enviaba tres platos de comida caliente y vegetariana al día. Esta tarea le costó algún disgusto con su familia política, pero no estuvo sola. Su marido la apoyó. “Sé que tuve suerte. Él sabía que era mi responsabilidad y nunca me frenó”.
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