El coste de la violencia contra las mujeres
La forma de brutalidad más extendida y frecuente a escala mundial tiene consecuencias devastadoras tanto para las víctimas como para la sociedad en su conjunto


Hubo un tiempo no tan lejano en España en el que el silencio en torno a los maltratos que muchas mujeres sufrían en sus hogares era el pan nuestro de cada día. Ese silencio tenía raíces profundas. Las normas sociales de la época asumían que las mujeres debían satisfacer los impulsos sexuales de sus maridos, y que los hombres tenían derecho a decidir cuándo mantener relaciones. Ese orden aceptaba la violencia física y psicológica como una forma de resolver conflictos familiares, reforzando el poder íntimo de los hombres sobre las mujeres.
Mucho se ha avanzado desde entonces. La progresiva convergencia de roles entre hombres y mujeres en la vida social, política y económica constituye uno de los logros más significativos de las últimas décadas. Sin embargo, la violencia de género continúa siendo una amenaza persistente y universal para el bienestar de las mujeres. Según datos del INE basados en el registro central del Ministerio de Justicia, en 2024 se contabilizaron 34.684 víctimas de violencia de género.
La encuesta europea más reciente sobre violencia de género (2022) también ofrece cifras alarmantes: entre las mujeres residentes en España de 16 a 74 años que han tenido pareja alguna vez, se estima que el 28,7% (aproximadamente 4.806.054 mujeres) ha sufrido algún tipo de violencia por parte de su pareja a lo largo de su vida. La incidencia es aún mayor entre las mujeres jóvenes: un 38,4% (909.941 mujeres de entre 18 y 29 años). Finalmente, en lo que va de 2025 se han registrado 38 feminicidios. Entre 2003 y 2025, el total asciende a 1.333 víctimas, según datos del Ministerio de Igualdad.
Sin embargo, la preocupación de la opinión pública por este problema sigue siendo mínima. En el barómetro de junio pasado del CIS, solo un 1% de las personas encuestadas señaló la violencia de género entre los tres principales problemas del país, una cifra que en la última década jamás ha subido del 8%.
A pesar de que en la actualidad algunos medios y líderes políticos tienden a relativizar este problema, conviene recordar que la violencia de género continúa siendo la forma de violencia más extendida y frecuente a escala mundial. Para entender su magnitud, el libro de Anke Hoeffler y James D. Fearon Worse Than War: The Global Costs of Violence (“Peor que la guerra: Los costes globales de la violencia”) muestra que las agresiones ejercidas por parejas íntimas, en su inmensa mayoría de hombres hacia mujeres, ocurren con mayor frecuencia que los homicidios y que las muertes o lesiones graves derivadas de guerras y atentados terroristas. La violencia de género tiene consecuencias devastadoras no solo para las mujeres, sino para el bienestar y el desarrollo de las sociedades en su conjunto.
Comprender las causas de la violencia de género resulta especialmente complejo porque lo que las víctimas consideran violencia está condicionado por factores culturales, lo que dificulta comparar resultados entre distintas sociedades. Además, sabemos que las víctimas enfrentan importantes desincentivos para denunciar el abuso, por lo que las estadísticas pueden reflejar, en algunos casos, una mayor confianza en el sistema de justicia penal antes que un incremento real de la violencia. Aun así, en los últimos 30 años, la comunidad investigadora ha logrado avances en los métodos de medición y ha incorporado módulos específicos sobre violencia de pareja en encuestas de hogares de un número creciente de países. Un buen ejemplo es el extenso informe de la Organización Mundial de la Salud.
La investigación en ciencias sociales ha identificado numerosos factores de riesgo asociados a los perpetradores, entre ellos su exposición a la violencia durante la infancia, la falta de apoyo social, la pobreza o el consumo de sustancias tóxicas. Sin embargo, se ha prestado menos atención a la compleja interacción entre leyes, normas y cultura, dejando en un segundo plano elementos fundamentales como las instituciones políticas o las movilizaciones sociales.
Estudios recientes muestran que la legislación que establece sanciones penales por conductas abusivas contribuye a transformar las normas sociales vinculadas a la violencia de género, lo que fomenta actitudes críticas hacia estas prácticas. Del mismo modo, las campañas de sensibilización en los medios de comunicación y los programas implementados en escuelas y centros de trabajo han dado resultados positivos a escala global. Un buen ejemplo es el programa SASA!, una intervención iniciada en Uganda y adaptada en más de 50 países, que ha demostrado su capacidad para cambiar actitudes y comportamientos en torno a la violencia contra las mujeres.
El papel del movimiento feminista también ha sido señalado por la investigación como un motor decisivo para impulsar cambios legales y políticos en materia de violencia de género. Estos movimientos no solo han contribuido a reformar leyes y políticas públicas, sino que han difundido información sobre nuevas normas de trato hacia las mujeres y han favorecido un aumento en las tasas de denuncia.
La conmovedora novela autobiográfica de Cristina Rivera Garza El invencible verano de Liliana nos acerca a la historia de su hermana Liliana, asesinada en un feminicidio en el México de los años noventa, cuando tenía apenas 20 años, a manos de su expareja. Fue un crimen silenciado en su momento y que dejó impune al perpetrador, aún hoy en paradero desconocido. La autora cuenta cómo, 30 años después, encontró la fuerza para escribir este libro, una fuerza inspirada en las movilizaciones feministas, como la marea verde en Argentina, las protestas en España o las marchas de mujeres jóvenes en México contra los feminicidios, cuyo impulso la convenció de que vale la pena seguir luchando para poner fin a esta violencia atroz.
Sin embargo, queda aún mucho por hacer. Es fundamental comprender mejor las dificultades que enfrentan las mujeres en su interacción con las instituciones a las que acuden para denunciar, especialmente cuando ese recorrido pasa por la policía y la justicia penal. Las víctimas de violencia se sienten solas y atemorizadas, y denunciar abusos ante la policía exige no solo una enorme valentía, sino también contar con recursos adecuados y con la fortaleza necesaria para enfrentarse al laberinto y las rigideces burocráticas que los protocolos imponen.
Una denuncia por violencia puede tener efectos devastadores en el hogar, y las víctimas se enfrentan a la incertidumbre respecto a la respuesta institucional y a la reacción de su propia comunidad. Incluso cuando una mujer desea poner fin a la violencia que sufre, el temor a la precariedad, como, por ejemplo, a que los ingresos familiares caigan drásticamente si el agresor es sancionado, es completamente comprensible. Aún sabemos muy poco sobre las condiciones que hacen que las mujeres sean más propensas a denunciar, y se necesita invertir más tiempo y recursos en investigación para comprender mejor cómo afrontan esta decisión las víctimas de violencia.
Combatir la violencia de género es un imperativo moral. Vivir bajo la violencia, o bajo su constante amenaza, dentro del hogar perjudica gravemente la salud y el bienestar de millones de mujeres en todo el mundo, y tiene consecuencias devastadoras para sus hijos, así como para los sistemas políticos, sociales y económicos en los que viven. Desconfíen de quienes minimizan este problema: aunque pueda parecer que hemos avanzado mucho, lo cierto es que aún queda un largo camino por recorrer para que la igualdad pueda habitar, con serenidad y sin miedo, en la intimidad de todos los hogares.
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