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Tribuna
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No basta con salvar el día

Necesitamos grandes dosis de imaginación para fortalecer la democracia, pero no estamos peor que la generación que supo emerger de dos guerras mundiales

De izquierda a derecha, los primeros ministros socialdemócratas de Reino Unido, Keir Starmer, de España, Pedro Sánchez, y de Alemania, Olaf Scholz, durante la final de la Eurocopa en Berlín.
De izquierda a derecha, los primeros ministros socialdemócratas de Reino Unido, Keir Starmer, de España, Pedro Sánchez, y de Alemania, Olaf Scholz, durante la final de la Eurocopa en Berlín.
Gioconda Belli

Los triunfos de posiciones políticas afines al pensamiento progresista en las últimas semanas en Europa han aliviado el temor de que las derechas avanzaran y coparan posiciones de poder que podrían significar un giro peligroso en la región. Sin embargo, los números y los difíciles equilibrios sobre los que descansan estos logros obligan a meditar sobre los fenómenos populistas de derecha y el aparente estancamiento del pensamiento liberal y de izquierda que está resultando en la distancia entre este y, sobre todo, la juventud.

Pienso que tanto América Latina como Europa están acusando las consecuencias de un desgaste que, creo, se viene dando desde que el ataque a las Torres Gemelas canceló la idea de que el fin de la Guerra Fría haría posible una era de paz y de esfuerzos por nivelar las grandes desigualdades mundiales. La teoría del “fin de la Historia” de Francis Fukuyama quedó como una muestra fallida de esa idea. Lo que pasó dio origen a una crisis cuyas consecuencias aún resentimos. Se iniciaron nuevas guerras y los reclamos libertarios de la Primavera Árabe no tuvieron las consecuencias positivas esperadas, sino todo lo contrario, generando represalias terribles y grandes masas migratorias.

El 11 de septiembre marcó el inicio de un giro de los paradigmas conocidos. La contradicción entre sistemas disímiles se sustituyó por la confrontación entre conceptos culturales y religiosos. El miedo al comunismo se unió al miedo al infierno. Mucha gente en el mundo de pronto asumió su religión o los valores considerados cristianos, con la devoción de una militancia política y se replanteó la vida alrededor del pensamiento conservador de la Iglesia de Juan Pablo II o de las sectas e Iglesias evangélicas, sobre todo en Latinoamérica. La salvación individual tomó precedencia a la salvación colectiva. La aspiración de un sistema más justo que preconizaba la izquierda entró en crisis ante el fracaso escandaloso de los símbolos del socialismo. Pienso que esto, unido al auge de la globalización, creó un efecto de dispersión ideológica que condujo a un atrincheramiento casi tribal. La izquierda culposa se derechizó, la derecha se radicalizó, el mensaje de los partidos se diluyó. Libres de definiciones, los personajes políticos recurrieron al populismo de discursos hechos a la medida de los miedos y los nuevos muros que, más que ideológicos, marcan la lucha entre dos conceptos cultuales distintos: la defensa a capa y espada de la tradición y el surgimiento de formas de vida y valores nuevos identitarios.

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La política y los políticos sufren ahora la soledad de profundas divisiones y del ruidoso vaivén de esa nueva pseudodemocracia de las redes sociales. Una tecnología que, de ser un novedoso y revolucionario medio de comunicación, se privatizó a manos de mercaderes inescrupulosos, ha dado impulso a la idea de que una golondrina sí puede hacer verano y que las frustraciones vitales individuales pueden, a golpe de tecla, convertirse en un arma de destrucción masiva.

En Centroamérica estamos viviendo la expansión del autoritarismo, la desaparición de la legalidad, la perdida de autoridad de las instituciones, y lo más preocupante, a mi manera de ver, es que la influencia que antes ejercían los organismos internacionales ha dejado de ser efectiva. Frente a las tiranías, como es el caso de Nicaragua, parece no haber más recursos para los ciudadanos que la huida en masa. Medio millón de cubanos han salido de Cuba en los últimos dos años y desde 2018, el 10% de la población de Nicaragua se ha marchado. En vez de avanzar ideológicamente, estos sistemas se defienden reviviendo el estalinismo, sus purgas y la asfixia de la libertad de sus gobernados.

Necesitamos grandes dosis de imaginación en este momento de la historia para convocar a cambios y nuevas formas de apuntalar y fortalecer la democracia y la renovación de las ideas. La realidad clama por soluciones creativas para renovar el espíritu de este siglo.

No estamos peor que la generación que vivió y supo emerger de dos guerras mundiales. Como señalaba Martín Caparrós en una entrevista refiriéndose al horror que produce contabilizar la cantidad de población civil que ha muerto en Israel y Palestina desde el 7 de octubre; en la campaña del Marne en la Primera Guerra Mundial, en apenas una semana, del 5 al 13 de septiembre de 1918, se registró en total medio millón de víctimas entre muertos, heridos y desaparecidos. Cayeron 250.000 soldados franceses y 200.000 alemanes. Decía Caparrós, y cito: “Puedo ser todo lo pesimista que se quiera a cortísimo plazo. Puedo ser hipercrítico, pero en el medio plazo soy optimista, vivimos cada vez mejor. Tenemos las herramientas para vivir muchísimo mejor y no lo hacemos. Eso sí, es nuestra culpa y nuestra vergüenza. Pero es innegable que vivimos mejor que en cualquier momento de nuestra historia”

Es irónico: vivimos mejor, pero la guerra de Ucrania y la matanza de civiles en Gaza demuestran que nuestra capacidad de horror sigue produciendo tragedias. Nuestras herramientas para vivir mejor siguen, además, amenazadas por las cacerías de brujas de las fuerzas de la creciente ultraderecha. En su campaña de miedo, quieren convencernos de que solo retrocediendo en nuestros avances, atrincherándonos en valores conservadores, podremos proteger nuestro modo de vida. Es una falacia que demanda, además de logros, una narrativa que sea capaz de persuadir y convencer a las nuevas generaciones de que más allá de los beneficios materiales hay una ética y un objetivo humanista que trasciende el individualismo y que nos llama, en nombre del futuro, a impedir el retroceso.


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