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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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De barricadas y acueductos

La campaña evidencia el avance del tribalismo político, mientras la UE necesita amplios consensos para construir las estructuras esenciales que la adecúen al nuevo tiempo

Giorgia Meloni y Ursula von der Leyen, el pasado mes de septiembre, en Lampedusa.
Giorgia Meloni y Ursula von der Leyen, el pasado mes de septiembre, en Lampedusa.Yara Nardi (REUTERS)
Andrea Rizzi

La campaña para las elecciones europeas deja en triste evidencia hasta qué punto el virus del tribalismo político carcome los países de la UE. La enfermedad no es nueva —no caben adanismos— pero el brote es especialmente intenso y grave, justo cuando desafíos excepcionales nos convocan a un enorme esfuerzo de transformación del proyecto europeo común. Desgraciadamente, demasiadas fuerzas se destinan a erigir barricadas en vez de construir acueductos. El tribalismo político impera en muchos países y amenaza con contagiar la política comunitaria, que hasta ahora había quedado relativamente inmune de la enfermedad. Nuestros enemigos —Rusia— o rivales —China— observan encantados cómo nos hundimos en la discordia visceral y la parálisis que de ella deriva. Ahí va un desafío central de nuestra época: la creciente disfuncionalidad de las democracias mientras avanza el desafío de regímenes autoritarios cada vez más coordinados.

En clave optimista, podría observarse que las campañas electorales son así, es su naturaleza. Pero la realidad es que nuestra época política se ha convertido en una suerte de mono-estación, la de la campaña permanente. Y las barricadas van acompañadas de fosos cada vez más profundos, de heridas que supuran rencor. Tan hondos que se hace cada vez más difícil superarlos el día después de las elecciones. Construir los grandes acueductos necesarios en esas condiciones se torna, pues, en una tarea ímproba. La metáfora del acueducto pretende indicar la connotación existencial de lo que hace falta. No hablamos de grandiosas e inútiles catedrales. Sino de las estructuras esenciales para que la UE pueda sobrevivir como una entidad independiente en un mundo hostil, donde se afirma a pasos agigantados la ley de la jungla.

La exitosa adaptación del proyecto común a este nuevo entorno requerirá una enorme transformación. Esa deseable independencia pasa por elevarnos a un nuevo nivel en capacidades de defensa y de tecnologías punteras, sin por el camino olvidar la cohesión social y el compromiso verde. Todo ello requerirá inversiones descomunales. Debemos además ampliar la Unión, lo que requerirá un profundo cambio de estructuras y procesos políticos. Estas y las demás cosas que son necesarias no podrán llevarse a cabo exitosamente sin una amplia convergencia política. La construcción de la UE es la historia de la capacidad de crear esas amplias convergencias.

La supervivencia de esa capacidad es lo que está ahora en juego en un escenario de consistente deterioro político, de polarización que llega a la animadversión, de políticas identitarias y tribales que, una vez puestas en marcha, son cada vez más difíciles de aparcar para cooperar. La enfermedad amenaza con llegar hasta el teatro político común, el esencial para defender nuestro lugar en el mundo.

La etiología es clara. El problema emana sustancialmente del auge de las ultraderechas nacionalistas y populistas. Alimentadas por los errores de los partidos tradicionales, cogieron fuerza. Esa fuerza ha desatado dinámicas perversas. En clave europea, aunque hayan aparcado los posicionamientos más radicales —como abogar por la salida de la UE o del euro en sus respectivos países—, estas formaciones siguen siendo contrarias a la ulterior integración comunitaria que es necesaria. Además, aunque algunas hayan evolucionado en discurso y maquillaje, siguen siendo un elemento corrosivo de la calidad democrática que es más necesaria aún. A continuación vienen las responsabilidades de las derechas presuntamente moderadas que asumen ideas de esas formaciones y las blanquean. Y las de las izquierdas que, mientras levantan barricadas y se rasgan las vestiduras, maniobran aprovechándose de la amenaza ultraderechista —que divide a los adversarios y moviliza a los propios— y alimentando la polarización.

Hay otro modelo, que es el que se ha utilizado hasta ahora en Alemania, Francia o en la propia UE. Una cooperación de los demás que marginalice a la ultraderecha. Este esquema requiere que todos hagan su parte, que la derecha moderada renuncie a sacar partido de coaliciones con la ultra, y que los demás estén dispuestos a colaborar con ella y, en su caso, permitirle gobernar. Este modelo no es perfecto. En Italia, Meloni alcanzó el poder tras no participar en un Gobierno de unidad nacional. En Francia, la derecha moderada está casi desaparecida. Sin embargo, es preferible al de sociedades partidas en dos, y con el veneno ultra campando a sus anchas en una de las dos mitades. Este escenario es pésimo en niveles nacionales, y prácticamente letal a escala comunitaria.

El modelo de consensos amplios y ultraderecha marginalizada está en riesgo. No es probable que se rompa del todo en esta legislatura europea, pero mientras unos y otros se dedican a levantar barricadas se entrevé serpentear una grieta con visos de convertirse en abismo y hacerlo inviable a medio plazo. La UE es el único bote de salvación del que disponemos. Para permanecer a flote necesita un salto integrador. Este no será posible con una política polarizada, con una política donde influyan los de la Europa de las naciones. Ojalá la enfermedad no llegue hasta el templo europeo. Necesitamos más acueductos y menos barricadas.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).
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