De belicismo y pacifismo
El anhelo de paz debe conjugarse según el tiempo. El nuestro ya no es el de la caída del Muro, sino el de cientos de miles de soldados rusos invadiendo un país europeo
Mientras el horizonte de la guerra en Ucrania se oscurece por la falta de medios defensivos que sufre Kiev, arrecia en Europa un intenso debate acerca de qué hacer —y cómo hablar— ante las graves circunstancias que agitan el Continente. Son muchas las voces que discrepan de una retórica política que consideran excesivamente alarmista, o que rechazan la estrategia de fondo que se va perfilando en la UE. Según contó el primer ministro polaco, Donald Tusk, en una entrevista concedida a este diario, el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, pidió a sus homólogos en un Consejo Europeo que dejaran “de utilizar la palabra guerra” en sus declaraciones, argumentando que “hay gente que no quiere sentirse amenazada de esa manera”. Desde la sociedad civil también afloran voces que alertan de posibles riesgos de la actual senda retórica y fáctica. En este diario, por ejemplo, Ignacio Sánchez-Cuenca y Najat el Hachmi, con distintos matices, han publicado reflexiones en ese sentido.
Estos argumentos no son solo legítimos y respetables, sino que inspiran dudas o incluso empatía entre quienes tienen una visión diferente. Tienen razón cuando señalan el doble rasero de Occidente o el nauseabundo antecedente de las mentiras y la invasión de Irak. Es comprensible el temor a escaladas bélicas o intenciones partidistas. Sin embargo, estas ideas —de contexto o específicas— se topan con argumentos contrarios muy sólidos. Este es probablemente el debate más importante que Europa haya afrontado en décadas. Siguen algunas reflexiones para tratar de contribuir a una dialéctica constructiva en este asunto trascendental.
La premisa fundamental es aclarar que quienes consideran que Europa necesita más gasto en defensa son, en una abrumadora mayoría, pacifistas como los demás. No son belicistas. Belicismo, según la RAE, significa “actitud partidaria de la guerra como medio para resolver conflictos”. Salvo una minoría, los demás aborrecen la guerra. Simplemente, consideran que en las actuales circunstancias la mejor manera de garantizar la paz, de evitar una expansión de la guerra, es invertir en defensa de forma suficiente para disuadir a tiranos con comprobado historial de agresores. Debilidad y zonas grises animan a los agresores al ataque.
Asimismo, quienes abogan por la entrega de armas a Ucrania tampoco son belicistas. La legítima defensa no es ser partidario de la guerra como herramienta para conseguir objetivos. Simplemente, aquellos que secundan esa opción creen que si el pueblo ucranio quiere defenderse de la agresión rusa —lo que es evidentemente el caso—, tiene derecho a ello y es justo ayudarles, en su interés y en el nuestro propio, porque el triunfo de la agresión de Putin en Ucrania, además de una injusticia, representaría un claro aumento del riesgo para la seguridad. La subyugación de Ucrania, por cierto, es lo que hubiera pasado en cuestión de semanas si se hubiesen seguido los llamamientos pacifistas de ciertos sectores de la izquierda a dialogar y a no suministrar armas. Puede considerarse que es mejor la subyugación que la guerra. En ese caso, debe tenerse en cuenta que es una subyugación por parte de un dictador que no solo aniquila la democracia, sino que, por ejemplo, promueve un régimen en el que la homosexualidad es tratada como una aberración.
En segundo lugar, no es cierto que la acumulación de defensas precipite conflictos, que haya una suerte de inevitabilidad en el uso de las armas almacenadas. La OTAN, con todos sus defectos, es prueba de ello. Ganó la Guerra Fría sin disparar una bala. Los Estados de Europa Occidental gastaron durante décadas bastante dinero en Defensa y esto no provocó una escalada bélica, una guerra con la URSS y el Pacto de Varsovia: la disuadió. ¿Qué habría pasado sin OTAN y con Estados europeos militarmente débiles? Conviene preguntárselo. Si es comprensible la mirada hacia antecedentes como Irak, las comparativas históricas deberían ser más exhaustivas.
En tercer lugar, si no debe descartarse que haya algún político que tenga cálculos partidistas detrás de sus declaraciones (lo cual tampoco significa que sean belicistas stricto sensu, sino solo mezquinos tácticos de la política), no puede olvidarse que el discurso alarmista es hoy generalizado y transversal en la UE. Y esto debería ser motivo de reflexión. No procede solo de halcones derechistas o de los países cercanos a Rusia. Los socialdemócratas alemanes están lejos de ser sospechosos de belicismo y, sin embargo, aun con algunos titubeos internos, su liderazgo habla claramente de prepararse para disuadir la guerra y pone dinero consistente para ello. Igualmente Los Verdes alemanes. O liberales de varios países. O la ministra Robles en España. ¿Es una inmensa confabulación? ¿Hay políticos progresistas y liberales tan miopes como para caer en una trampa tendida por malintencionados derechistas en un asunto de este calado? Es sabio y necesario ser escéptico ante los políticos. Pero conviene preguntarse bien el porqué de esa mayoría transversal, trasnacional. Cultivar la duda de que, a lo mejor, de verdad piensan que hay riesgo y conviene afrontarlo de esa manera. Y también la duda de que, tal vez, algunos de los que rehúyen cierta retórica lo hacen también por cálculos partidistas.
En cuarto lugar, el anhelo de una negociación que termine las hostilidades es no solo comprensible, sino racional. La mayor parte de las guerras terminan con una negociación. Sin embargo, la historia muestra que son necesarios cierto tipo de condiciones entre los beligerantes principales para que eso ocurra. Pedirlo está bien, pero la racionalidad exige contemplar la dificultad fáctica de una solución negociada en Ucrania. Desafortunadamente, no parece que haya condiciones maduras para ello. Por el lado de Putin, hay que tener en cuenta que, con la menguante ayuda a Kiev, tiene perspectivas de mejorar su posición y pocos incentivos a parar. Por el lado de Ucrania, no hay señales de que la sociedad ucrania esté dispuesta a lo que podría parar Putin: concesiones equivalentes a un arrodillamiento hoy, y que muy difícilmente garantizarían que Putin no fuera de nuevo a más después. ¿Se lo imponemos los demás? ¿Queremos premiar a los violentos? No hay una respuesta simple. Quienes piden negociaciones, deberían considerar de verdad los sentimientos y la lógica de quien se defiende y la brutalidad y la ambición imperialista de quien ataca. Considerar que por supuesto que hay gente pensando y trabajando en lo que piden. Tal vez, simplemente, la vía no está madura.
En quinto lugar, es preciso sopesar bien las presuntas declaraciones belicistas antes de criticarlas. Por ejemplo, Emmanuel Macron jamás planteó, sugirió o defendió que se enviaran tropas occidentales a Ucrania. Simplemente, contestó a una pregunta al respecto diciendo que no descarta nada. Es una praxis elemental en relaciones internacionales. Se llama ambigüedad estratégica, y consta en no trazar líneas rojas cuyo único resultado es atarle a uno mismo cuando no tiene ni idea de cómo será el futuro y dar pistas y ventajas al adversario. La manera equívoca en la que se difundió esa respuesta causó un vendaval, forzó reacciones. Pero incluso eso es dudoso que pueda considerarse belicismo. La legítima defensa no es sinónimo de belicismo, de abrazar la guerra como solución de los problemas. Macron, por cierto, es el mismo que estuvo hablando y viajando a Moscú para sentarse en la famosa mesa de Putin. Negociando. Igual que Scholz, que prepara a sus Fuerzas Armadas para el riesgo de guerra. ¿Se han vuelto locos? ¿O igual, ante nuevas circunstancias, nuevas políticas?
La UE es un proyecto pacifista. Sus partidarios somos convencidos pacifistas y demócratas. La pregunta es si, para defender los mismos valores en un mundo cambiante —y, ay, cuánto más cambiará si vuelve Trump— podemos permitirnos no cambiar. O si la paz y la democracia se defienden mejor cambiando, dotándonos de los medios para impedir que Ucrania sea arrollada —que el coste de la agresión sea tal que Putin ya renuncie a ella para siempre— y para disuadir que el Kremlin agreda de nuevo en otros territorios. No sabemos cuán real es el riesgo futuro. Sí sabemos que casi todos descartaban una invasión a gran escala de Ucrania hasta casi el último minuto. Que EE UU engañó en Irak y acertó en Ucrania. Tal vez, el nuevo alarmismo sea exagerado. Pero Putin ha demostrado de sobra estar listo para ir más lejos de lo que se imaginaba y, en paralelo, la cooperación entre Rusia, China, Irán y Corea del Norte se estrecha, y no puede subestimarse lo que todo ello significa. Probablemente conviene prepararse para el riesgo, no solo con la disposición al diálogo cuando haya perspectiva razonable para ello, también con disuasión. El pacifismo, como si fuera un verbo, debe conjugarse según el tiempo. El nuestro ya no es el de la caída del Muro, sino el de cientos de miles de soldados rusos invadiendo un país europeo.
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