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Tribuna
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De visita en casa ajena

Ante la tragedia que se vive en Gaza recuerdo la cena en la que Amos Oz me explicó el conflicto como un profeta que, a su manera, predicaba la comprensión antes de que sea demasiado tarde

Lidia Jorge 28 enero
CINTA ARRIBAS
Lídia Jorge

¿No es acaso mi corazón fronterizo con el tuyo?

Nunca deja tu sangre de hacer sangrar mis mejillas.

(Else Lasker-Schüler)

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1. Las palabras que siguen llegan con treinta días de retraso, pero no puede decirse que los pensamientos que las preceden estén desactualizados. Me refiero a la tarde del pasado 31 de diciembre, cuando llegó a mi bolsillo un videoclip, lo abrí y me encontré con la vieja canción del tamborilero en una inesperada versión. Como es bien sabido, The Little Drummer Boy, compuesto en 1941 por Katherine Kennicott Davis, ha dado la vuelta al mundo miles de veces desde entonces. No hay Navidad en la que no surja una nueva versión que recuerde el viaje triunfal de un niño en su camino hacia el portal. Es indudable que la fortuna de esta canción, más que a la letra, y más que a la música en sí misma, se debe al ritmo creado por el redoble de tambores que enlaza el avance de los pasos con los latidos del corazón del tamborilero. Por lo demás, el resto es lirismo que no evita rozar lo kitsch y la propaganda de mitos. Esta vez, sin embargo, esa versión que me llegó con ocho días de retraso mereció toda mi atención, pues se interpretaba desde un balcón de la ciudad de Belén.

2. Eran cinco los vocalistas: Fadi Ghattas, que cantaba en palestino, Amjad Khair, en árabe, Milad Fatoulen en italiano, Faoud Maoubassaleh en hebreo y Nathalie Murad en inglés. En cualquier otro momento esta canción hubiera pasado desapercibida, pero en estos días no era posible dejar de asociarla con la tragedia que se vive en ese lugar de la Tierra. Era imposible no entenderlo como un mensaje enviado al mundo de que la gente común aspira a una armonía que los líderes no desean ni alientan, transformando las desavenencias en sermones y violencia. El caso es que, escuchando el breve videoclip por décima vez, pensé en Edward Said y en los poetas Samish-al-Quasim y Mahmoud Sarwish, pero, en el horizonte, lo que se dibujaba ante mí en ese momento en el que un nuevo año venía de camino y en Portugal se encendían las luces de las ventanas para celebrarlo, era la lejana casa de Amos Oz, erguida sobre la arena en la ruta hacia el desierto de Néguev. Hace años, mientras íbamos a visitar el mar Muerto, alguien dijo: “Es una casa aislada, como la voz de su dueño”.

3. Ahora que ha pasado el tiempo, puede decirse en pocas palabras que Amos Oz, nacido en Jerusalén, tenía nueve años cuando se formó el Estado de Israel. Participó en la guerra de los Seis Días en 1967 y en la de Yom Kippur en 1973, y acabó fundando una asociación pacifista llamada Paz Ahora en 1987. Al igual que sus compañeros, recibió el cariño de muchos, pero también la incomprensión e incluso el odio de algunos de sus compatriotas. Con el telón de fondo del conflicto como cuna, escribió libros admirables sobre las desavenencias, el amor y la muerte entre los seres humanos. Debería haber recibido el premio Nobel, si la justicia poética viviera en Estocolmo. Ahora que su voz lleva cinco años en silencio, al releer las poderosas narraciones que escribió a lo largo de cincuenta años, se constata que no le sienta mal esa condición de profeta que algunos le atribuyen. Un profeta secular que escribió sus Escrituras sobre los medios para construir la paz entre dos pueblos que se sienten con derecho al mismo territorio.

4. Conocí a Amos Oz en la mesa de Mário Soares, a principios de los noventa. El presidente de la República portuguesa era un gran lector y un hombre dado a la escritura, autor de varios títulos decisivos para el proceso democrático de nuestro país. Cuando un autor extranjero pasaba por Lisboa, el presidente abría las puertas de su residencia a otros escritores que consideraba afines al huésped, y él mismo se encargaba de dinamizar las tertulias. En una ocasión, el invitado se llamaba Amos Oz. Mário Soares era una figura cercana a Isaac Rabin y a su mujer Leah, y dialogaba con Yasser Arafat, y por eso la conversación con el autor de La caja negra, en lugar de centrarse en la literatura, se desvió hacia el tema del conflicto árabe-israelí. Amos Oz, que tenía mucho sentido del humor, intentó esquivar el tema, pero terminó cediendo y me alegró que lo hiciera. Fue la primera vez que oí decir a alguien que el conflicto era tan difícil de resolver porque era una disputa entre unos que tenían razón y otros que también la tenían. Entre unos que estaban equivocados y otros que lo estaban también. Entre unos que tenían derecho a algo y otros a quienes también les asistía ese derecho. Por primera vez oí decir a alguien que se acordaba de que los campos cercanos al castillo de Jerusalén pertenecían a los palestinos. Por primera vez oí pronunciar la aserción, acuñada por el propio Amos Oz, de que era necesario hacer la paz, no el amor, y explicar el significado de una frase que solo en apariencia es una paradoja. Fue la primera vez que oí que se culpaba a Europa, no por interpretar la creación del Estado de Israel como muestra de enmarañados remordimientos, sino por el hecho de que los europeos se comportaran como fanáticos, apoyando a unos como los buenos frente a otros, los malos, sin comprender que su papel, a causa de la culpa que los persigue, es el de contribuir a un compromiso entre dos pueblos destinados a entenderse, de modo que ambos pierdan y ambos ganen. Más tarde, hablando de las guerras, tras afirmar que estuvo involucrado en ellas no para conquistar territorios sino para salvar vidas, explicó la diferencia entre dos verbos hebreos, matar y asesinar. A su entender, lo que dice el sexto mandamiento del Decálogo, así como el sexto mandamiento de la Ley Mosaica, es “no asesinarás”, algo diferente a no matarás, porque si se produce una agresión asesina, para defender nuestra casa no hay otro remedio que matar. En determinado momento alguien preguntó si ese era el portal teológico que justificaba la guerra. Amos Oz respondió: “No soy el pacifista, señora mía, solo soy un pacifista”. Cuando Mário Soares nos llevó por fin al balcón para ver el Tajo y disfrutar de la primavera, el mapa de la Tierra parecía tener un diseño diferente.

5. Vivimos días difíciles. El año 2024, que apenas tiene un mes de vida, se muestra lleno de sombras y frente a la sangrienta narración que las pantallas resumen cuando empieza la noche, pero que los pueblos de los beligerantes viven trágicamente a lo largo de las veinticuatro horas, me siento obligada a acercarme a la estantería donde se encuentra la obra de Amos Oz y sacar de ella el pequeño libro compuesto por tres conferencias que el autor impartió a lo largo de 2002, reunidas bajo el título común de Contra el fanatismo. Frente al mal destructivo de la simplificación, que conduce al fanatismo, Amos Oz prescribe varios remedios preventivos: mantener la capacidad de reírnos de nosotros mismos, ejercitar la capacidad de vernos como nos ven los demás, aumentar la capacidad de disfrutar de la diversidad y tomar conciencia de que todo individuo tiene una historia, pero que ninguna de ellas es más valiosa o más convincente que la historia de quien está a su lado. No es de extrañar, pues, que en otra ocasión añadiera Amos Oz: “Los pueblos palestino e israelí están listos para la cirugía, solo necesitamos a alguien que quiera operarnos”.

6. No sé qué habrá pasado con su casa, erigida sobre la arena, que de lejos me pareció frágil, como si estuviera construida con cerillas, pero escuchando a los cinco cantantes, así la recuerdo. Estaba iluminada cuando regresamos esa noche del mar Muerto, y me asaltó la idea de que ahí dentro había un profeta que, a su manera, predicaba la comprensión antes de que sea demasiado tarde. En un intento por mi parte de imitar sus geniales paradojas, cabría decir que ese tarde nunca sería tarde si hoy mismo fuera esa tarde.

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