Un recuerdo de Simón Peres
Las personas que han vivido hechos históricos que solo conozco por los libros y por la imaginación poseen para mí un imán irresistible: como si estando con ellas me asomara a esos tiempos, a esos mundos perdidos de los que fueron testigos
El horror de estos días aviva recuerdos que se habían quedado lejos. En una mañana calurosa de septiembre, en Jerusalén, hace 15 años, mi mujer y yo visitamos a Simón Peres, entonces presidente de Israel. Alguien de la Embajada española nos dijo que Peres había leído una novela mía recién traducida entonces al hebreo, Sefarad, y tenía interés en charlar con nosotros. La residencia oficial era un chalet nada ostentoso, con césped y olivos antiguos en el jardín. A los ochenta y tantos años, Simón Peres era un hombre fuerte, enjuto, muy lustroso, con rigideces de anciano en algunos movimientos, una cara de rasgos duros que habrían podido parecer españoles. Nos sentamos en torno a una mesa baja y estuvimos conversando casi dos horas, aunque nos habían advertido, con precisión diplomática, de que el encuentro duraría solo una. Nos sirvieron unas copas de vino blanco frío, y Peres subrayó, no sé si del todo con satisfacción o también con algo de ironía, que era un blanco israelí. Las copas eran pequeñas, con filigranas doradas, de un cristal de calidad, que contrastaba un poco con la austeridad general del país.
Siempre es raro ver de cerca y en persona la figura de alguien a quien uno lleva toda la vida viendo en las noticias. Peres tenía una mirada penetrante, de ojos muy abiertos, y hablaba el inglés áspero y terminante propio de los israelíes de cierta edad. Con la misma soltura distraída nos dijeron que hablaba polaco, ruso, yidis, hebreo, francés. Las personas que han vivido hechos históricos que yo solo conozco por los libros y por la imaginación poseen para mí un imán irresistible: como si estando con ellas me asomara a esos tiempos, a esos mundos perdidos de los que ellas fueron testigos; como si a través de ellas pudiera estar casi tangiblemente cerca de los muertos lejanos a los que conocieron. Este abuelo pulcro y vigoroso con el que nosotros conversábamos en una mañana de Jerusalén había conocido de niño el mundo judío de Polonia y Ucrania que muy poco tiempo después iba a ser arrasado por la doble barbarie nazi y soviética, en las Tierras de sangre de las que habla Timothy Snyder; y mucho después, en otra época, los años noventa, había firmado en Oslo, junto a Isaac Rabin y Yasir Arafat, los acuerdos de paz más avanzados, más esperanzadores, entre Israel y Palestina.
A nuestro alrededor había ayudantes solícitos ocupados en tareas vagas. El vino blanco y frío en ayunas daba algo de mareo y facilitaba la conversación. Después de una vida entera dedicada a la política, a la guerra, a la diplomacia, a las contiendas del poder, en las que había ganado y perdido muchas veces, la presidencia del país había otorgado a Peres una especie de jubilación sosegada y honorable, aunque también políticamente superflua. Como a tantos viejos que han bregado mucho, la edad le había soltado la lengua, y se permitía decir algunas cosas chocantes que antes quizás no se habría permitido.
He buscado en un cuaderno de entonces los apuntes que tomé nada más llegar de vuelta al hotel. De algunas cosas me acordaba, pero otras las había olvidado. Lo que más sorprendía de aquel hombre que había ocupado tantos puestos de Gobierno y ahora era presidente del Estado era su absoluto escepticismo hacia todo, un ecuánime sarcasmo que él subrayaba al llevarse a los labios la copa de vino como en un apunte de brindis por los desengaños inevitables de la realidad. Hablábamos de la importancia que se le daba a la educación en Israel, herencia de la tradición letrada judía, y Simón Peres nos dijo, sin inmutarse, que la educación no sirve para nada: que los niños siempre saben más que sus maestros, y que el conocimiento del pasado es inútil, porque no sirve para prevenir los errores nuevos que se cometerán en el porvenir. Nosotros habíamos pasado gran parte del día anterior visitando Yad Vashem, el memorial abrumador a las víctimas del Holocausto. Me atreví a argumentar que precisamente la legitimidad como Estado de Israel estaba vinculada al conocimiento y a la memoria, a la responsabilidad de no olvidar. Me miró con su expresión escéptica y me dijo: “¿De qué sirve recordar el pasado? Me acuerdo de la Olimpiada de Berlín en 1936. Yo tenía 13 años. Hitler se marchó ofendido del Estadio Olímpico para no dar la mano a un atleta negro. El mes pasado, estuve invitado en la Olimpiada de Pekín. ¿Y quién piensa ya en la raza de los atletas que ganaron medallas?”. Volviendo a la educación, dos cosas nos dijo que sí le parecían importantes: que los niños aprendieran otros idiomas a los tres años, porque más tarde, ya se podía hacer muy poco, y que en esos tres primeros años de la vida los niños recibieran una alimentación saludable. De lo demás, ya se ocuparían ellos por su cuenta… No sé cómo, ya cerca del final, cuando los asistentes se movían ya a nuestro alrededor con gestos de impaciencia, la conversación derivó hacia los placeres de la vida, y Peres nos dijo algo que yo olvidé luego, y que he encontrado en mis apuntes de entonces:
—A los judíos no se nos da bien la felicidad. La felicidad no es algo judío (“happiness is not a jewish thing”).
Volví a ver a Simón Peres en 2013, un rato breve, en el preludio de un acto público en Jerusalén. Seguía siendo presidente, pero ya tenía 90 años. A esas alturas, las esperanzas del proceso de paz que había protagonizado junto a Rabin y Arafat llevaban desarboladas mucho tiempo, gracias sobre todo a la furia eficiente de los incendiarios de uno y otro extremo, que, odiándose tanto, tanto se alimentan en una mutua vocación destructiva. Lo que cuesta tanto construir a fuerza de sensatez y de paciencia, paso a paso, cediendo cuando hace falta, arriesgándose a la incertidumbre y al error, lo puede arruinar en unos minutos un fanático armado: el ultraortodoxo radical que asesinó a Rabin en plena celebración colectiva de los acuerdos; los islamistas que se autoinmolaban provocando masacres en las calles de Jerusalén. En 2013, el premio Nobel que habían compartido en 1994 Rabin, Peres y Arafat llevaba mucho tiempo olvidado. El laborismo israelí, en el que Peres había militado desde su juventud, retrocedía en favor de una derecha supremacista y xenófoba, la misma que ahora sostiene el Gobierno de Benjamín Netanyahu, tan hábil para sembrar la corrupción y la discordia como inepto para garantizar la seguridad de los ciudadanos.
Cuando volví a verlo, Simón Peres seguía igual de erguido, y vestía con la misma elegancia sobria —el traje oscuro, la camisa blanca, la corbata de color claro—, pero ya se movía con más torpeza, y en ocasiones los ojos muy abiertos tenían una expresión atónita, como si por momentos se encontrara perdido. Los demás lo trataban con mucha reverencia, con el cuidado extremo que se dedica a un hombre muy viejo, pero él conservaba la misma agudeza, entre desconfiada y sarcástica. Apunté también algunas de las cosas que me dijo, pero esta vez, justo en estos días, no he necesitado volver al cuaderno de entonces para recordarlas. Un asistente le había entregado una carpeta con documentos, y Peres los miró por encima, cerró la carpeta y la dejó a un lado, con desgana de anciano. Me dijo: “La gente con poder está siempre muy mal informada. ¿Y sabe por qué? Porque solo leen informes secretos, de modo que se pierden todas las cosas importantes. Lo importante de verdad está a la vista de todo el mundo”.
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