Tus recuerdos, ¿de quién son?
No hay que ser Schopenhauer para preguntarse en qué queda el libre albedrío en un mundo en que el algoritmo deviene una especie de gran subconsciente que no manejamos nosotros
Ahora que vino el frío me acordé del verano y de las tardes largas de junio, de la brisa y las sobremesas. Ahora que se acabó enero pensé que los buenos propósitos del año, de los que por supuesto ni me acuerdo, no se hacen con las uvas sino a la fresca: en ese lugar tan concreto que es la orilla del mar, con los pies descalzos y entre las primeras olas, cuando te dices sin reírte que esta temporada te estresarás menos y vivirás más. Andaba en eso, lamentando que todo lo que prometí en junio que no sería importante lo venía siendo demasiado desde septiembre, cuando, de pronto, vi que a mi teléfono le daba por recordar por su cuenta las fotos de mi último verano en el Mediterráneo, con sus playas y sus puestas de sol. El teléfono le puso a aquello un título sin literaturas pero implacable: tus recuerdos. Y pinché, caramba, porque soy el primer interesado en saber los recuerdos que tengo.
Ahí estaba yo, en efecto, posando con cara de junio, y comprobé que el teléfono llevaba razón. Eran recuerdos míos sin duda y, en el tiempo en que los miré, no tuve otros más que esos. Los acompañaban de música nostálgica, igual que en las series, y no parecía que hubiera tristezas en aquellas memorias; parecía más bien un episodio de This is Us antes de que a los Pearson se les quemara la casa. De no ser porque me conozco bien, podría haber afirmado que aquel de las fotos era un tipo despreocupado y sin traumas. Resultó que era yo. Requiere un esfuerzo imponerse al algoritmo.
Requiere estar alerta cada momento para que prevalezcan tus recuerdos de verdad frente a los que te reconstruyen tus redes o tu teléfono y que, por azar o por métrica, aparecen sin aviso. Quizá el progreso pueda medirse en eso: en la intimidad que nos quede. No tanto porque escuchen nuestras conversaciones privadas y nos salten anuncios de champú si nos quejamos del pelo encrespado. Tampoco porque puedan leernos el pensamiento, sino porque no les va a hacer falta: serán capaces de anticiparlo, que es peor.
No hay que ser Schopenhauer para preguntarse en qué queda el libre albedrío en un mundo así, en que el algoritmo deviene una especie de gran subconsciente con el que comparte su característica principal: no lo manejamos nosotros. Con una diferencia también fundamental: el algoritmo sí lo utilizan otros, que no sabemos del todo quiénes son. Entretanto, se extiende la inteligencia artificial y las empresas tecnológicas invierten en máquinas nuevas mientras despiden a miles de personas. Se está produciendo sin apenas debate una revolución de origen incierto y estamos en plena transición hacia algún lugar que los ordenadores no han logrado descifrar todavía. Buenas noticias, pues: que, para bien o para mal, sigamos haciendo falta. Es un alivio como especie: que suena muy moderno lo de la inteligencia artificial, pero ya decía Juan Rulfo por principio que los adjetivos estorban.
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