Atragantada
El día postrero de un año bastante aciago ella se asfixia. Broche de oro. Catalina va a poner punto final y no imagina los sueños que le quedan por cumplir ni el dolor de sus seres queridos


El año no pudo acabar peor. Después de disfrutar de langostinos empanados, bollos rellenos de salmón y rodaballo sobre ensaladilla rusa, llegaron los solomillos. Catalina pensó que el mestizaje en la cocina —fundir rodaballo con ensaladilla rusa o mezclar chorizo con mantequilla en lejanos bocadillos infantiles— era tan polémico como el mestizaje en general. Jane Lazarre, escritora, blanca, judía, roja, madre de dos hijos negros, para apoyar el Black Lives Matter, es decir, la importancia de las vidas de esas personas negras que, en Estados Unidos, mueren asesinadas en plena calle a manos de la policía, apunta: “Si el “mestizaje” conduce a una respuesta crítica con respecto a la idea de pureza racial, entonces resulta tan deseable como cierto. Pero también está el peligro (…) de negar, en esa disolución, la realidad existente. Ser negro en Estados Unidos es una identidad primordial para mucha gente” (Las afueras, 2022). Catalina agradecería que en el año que empieza el nivel del discurso fuese, como mínimo, el de esa ambivalencia conceptual, condicionada por la Historia, que plantea Lazarre. Catalina ignoraba que la tragedia llegaría con un solomillo de vaca puramente castellano-leonesa.
Catalina, sin saber cómo, engulle y engulle sin que, en el engullimiento, la carne alcance su esófago. Para no alarmar a su familia, hace movimientos discretos y a la vez desesperados que no resultan en una deglución exitosa. Al principio, piensa que lo conseguirá y traga más y más fuerte; después, llega la epifanía: se va a asfixiar. El día postrero de un año bastante aciago ella se asfixia. Broche de oro. Catalina va a poner punto final y no imagina los sueños que le quedan por cumplir ni el dolor de sus seres queridos. No se le pasa toda su vida por detrás de los ojos ni reza retractándose de la inexistencia de Diosa —¡siempre hay tiempo!— ni comprende de golpe, a lo Lazarre, cuál es su identidad esencial: ¿mujer?, ¿socialcomunista?, ¿demócrata?, ¿semiacomodada?, ¿hija?, ¿heterosexual?, ¿monógama?, ¿española?, ¿la absurda que murió atragantada en Nochevieja? Si fuese una mujer negra lesbiana pobre en Nueva Orleans, criatura en la que confluyen todas las violencias, quizá no tendría las mismas dificultades que Catalina para responder a la lewiscarrolliana pregunta de “¿Quién eres túuuu?”, pero también tendría unas cuantas. De su muerte, Catalina solo capta lo ridículo: tragar como pava; morirse de una forma de la que nos previenen en televisión —hay que ser gilipollas—. Vislumbra la verdad descomunal de que morirse consiste en ahora estás y ahora ya no estás. Piensa: “Que no duela” y, en un espasmo, se mete los dedos en la boca. Dedos finos. Llegan a la garganta y más allá. Con los dedos pinzas, extrae un pedazo de carne convertido en oblea mortalmente flexible. La familia —desconcertada, inmóvil— calla. Ella dice: “Ya está”, se coloca la peluca rosa y bebe champán mientras repara en que la luz del restaurante es fría. Como la de las salas para realizar autopsias. A las 12 comen las uvas al ritmo de unas campanadas radiofónicas. El año y Catalina han estado simultáneamente a punto de morir. Estamos a día 9 y en 2023, por malos que sean los pronósticos, todo será mejor que asfixiarse. Sin embargo, Catalina, hoy esencialmente una optimista, desaconseja intentar hacerlo sola en casa y aboga por trabajarse la esperanza de alguna manera menos radical.
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