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tribuna
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Odio los audios

Los mensajes de voz tienen infinitas ventajas, especialmente para el emisor, que aligera su tarea de resumir el mensaje, pero se la complica al receptor, entregándole un material en bruto que requiere de una suerte de decodificación

Laura Ferrero
Bono Cultural del Ministerio
Una mujer pasa con su teléfono móvil por varios carteles de conciertos en una calle de Madrid.Eduardo Parra (Europa Press)

Ocurrieron dos cosas. La primera, que el otro día le pedí a un amigo que me mandara una nota de voz para detallarme un tema de trabajo y me respondió con un lacónico “odio los audios”. Me fijé, entonces, en que en la información de su perfil de WhatsApp aparecía la palabra “audios” al lado de una señal de prohibición. La segunda: pocos días después recibí una nota de voz de 9 minutos y 24 segundos de alguien a quien apenas conocía, un audio de esos que, dada su extensión, son apodados simpáticamente como podcasts. A lo largo de los agónicos 9 minutos y 24 segundos, el emisor me ofrecía un encargo de trabajo en el que se colaban varias digresiones —”como te iba diciendo”, “ay, perdona que se me ha ido el santo al cielo”—, larguísimos y repetidos instantes de “mmmm… bueno… pues”, risas, el ruido de la nevera al abrirse, de donde sacó una jarra de agua, líquido que posteriormente vertió en un vaso, un estornudo con la consiguiente disculpa —”perdón, es que el aire acondicionado”— y el ruido de sonarse los mocos, por el que no obtuve ninguna disculpa más. Todo esto, claro, me llevó de vuelta a mi buen amigo, que zanjó mi necesidad de un audio rápido con una posterior llamada en la que me contó, en un par de minutos y sin ruido de nevera, aquello que no precisaba, efectivamente, de una nota de voz. Aquello que precisaba de eso que comúnmente llamamos conversación.

Los mensajes de voz tienen infinitas ventajas, especialmente de cara al emisor, que aligera su tarea de resumir el mensaje, pero se la complica al receptor entregándole un material en bruto que requiere en algunos casos de una suerte de decodificación, de casi un desocultamiento, que diría Martin Heidegger. Es, sobre todo, cómodo, porque no requiere de mayor esfuerzo que el de deslizar la pestaña de grabar y dejarse llevar por la mística del momento y la divagación. Después, existen dos opciones: el que inmediatamente le da al icono de enviar o el que, antes de hacerlo, revisa su propio audio. Y aquí caben infinitas posibilidades ante el resultado: el que se ríe de sus propios chistes al escucharlos de nuevo, el que analiza hasta el último suspiro y entonación... Narcisismo, inseguridad, ganas de mejorar la dicción, cualquier opción es válida para esclarecer las misteriosas razones que nos llevan a escuchar nuestros audios en bucle.

Como ocurre con el mensaje de texto, el audio es una interposición de distancia, pero en el caso del primero, se respeta más al receptor puesto que el sentido del mensaje se desentraña de una manera más directa y menos costosa para el destinatario. Porque ¿cómo responder a un audio en el que se cuelan estornudos y mocos?, ¿por dónde empezar, por qué parte? No soy yo mucho de utilizar la expresión “menos es más” —porque más siempre fue más, de toda la vida—, pero en el tema de los audios me inclino por su uso. Porque es necesario aquí abordar ese otro aspecto de las notas de voz: su duración. Suponiendo que mandar un audio sea una utilización unilateral del tiempo de los otros, hay que diferenciar entre usos y abusos, y de ningún modo es lo mismo transmitir un mensaje en 30 segundos que hacer un podcast. Pero: ¿existe una cifra que regule la extensión tolerable de un mensaje de voz? En realidad, no. Todo depende de la buena voluntad y de la predisposición del destinatario, de lo que esté dispuesto a aguantar al otro lado o de la velocidad a la que reproduzca el mensaje.

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Hablar en diferido sin esperar respuesta no es una conversación. Es, por decirlo de alguna manera, una conversación a la carta, en standby, que no sustituye tampoco esa otra práctica en desuso: la llamada telefónica. Si pudiéramos llamarnos, ¿verdad? Pero ahora tampoco podemos hacerlo. Llegó el fin de esa época en que llamábamos sin miedo, sin acordarlo, sin que medie esa pregunta de “cuándo te va bien que te llame” o sin que al descolgar, el destinatario, alarmado, pregunte si ha ocurrido algo o a qué se debe la llamada. No en vano argumentamos que las llamadas son invasivas porque exigen de respuesta inmediata. Y quizás lo sean, pero uno tiene la posibilidad de no atender, incluso de deslizar el dedo sobre el botón rojo y colgar. Siempre pensé que una pareja no acababa realmente después de una mudanza, sino cuando alguno de los dos profería aquella pregunta: cuándo puedo llamarte. La pregunta por la idoneidad de la llamada certifica la muerte de cualquier proceso que antes estuviera un poco vivo. Ocurre parecido con nuestras conversaciones aplazadas, esas llamadas que no son espontáneas, sino convenidas en una franja horaria que nos encaje, que sea bienvenida.

Años atrás, en un aeropuerto, me fijé en una camiseta que llevaba el siguiente mensaje: la vida es una conversación, haz que sea una que merezca la pena. Nunca he sabido a quién pertenece la cita, pero trato de recordarla a menudo ahora que nuestras charlas, tan fragmentarias y tan a la espera de la idoneidad, se asemejan más a un incesante e ininterrumpido monólogo que a una conversación.

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