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Tribuna
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Financiación autonómica: el avestruz y los populismos

Es inaplazable una reforma para acordar un sistema justo, que resuelva la desigualdad enquistada, evite la competencia fiscal desleal dentro de España y sirva de freno a la desafección en los territorios maltratados

Foto de familia en la Conferencia de Presidentes, en La Palma, el pasado 13 de marzo.
Foto de familia en la Conferencia de Presidentes, en La Palma, el pasado 13 de marzo.GOBIERNO DE ARAGÓN

Ignorar los problemas reales de los ciudadanos o aplazar recurrentemente su solución desacredita la democracia e impulsa el populismo. Las recientes elecciones presidenciales francesas han sido un ejemplo de este peligroso estado de ánimo de la opinión pública. La táctica del avestruz de los gobiernos y los partidos despierta en los votantes la tentación de abrazar recetas simples y, a menudo, inaplicables. Recetas que, lejos de resolver sus dificultades, les conducirían a agravarlas y les impedirían, llegado el momento, protestar y rebelarse.

España no está inmunizada a ese contagio. Nuestro país mantiene en el letargo reformas y políticas públicas demasiado tiempo postergadas. Una de estas reformas fundamentales, como reclamaba EL PAÍS en su editorial hace unas semanas y como algunos venimos exigiendo desde hace una década, es la necesaria reforma del sistema de financiación autonómica. Un sistema profundamente injusto que acentúa la desigualdad entre territorios y personas y que obliga a reaccionar ya. En el 40º aniversario del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana, es urgente reivindicarlo. Porque hay mucho en juego.

Desigualdad. Primero, la igualdad entre españoles que mandata la Constitución. Hay un desajuste grave derivado de la inequidad y la insuficiencia del sistema de financiación actual, así como por la ausencia de políticas de desarrollo regional potentes. No es posible apartar la mirada cuando los ingresos por habitante que proporciona el sistema de financiación autonómica van, en el año 2019, de los 2.035 euros de la Comunidad Valenciana hasta los 2.880 euros de alguna autonomía de régimen común, o incluso los 3.300 euros de las comunidades forales. ¿Por qué? ¿Qué razón justifica un desequilibrio tan acusado por nacer en un lugar o en otro? ¿Es legítima la inacción? En absoluto. Porque no hacer nada no es neutro; tiene costes gravísimos.

Por ello, para que podamos afrontar en términos de igualdad la recuperación tras la pandemia y los efectos de la guerra en Ucrania, es inaplazable un gran pacto de Estado por la financiación. Nos obliga la Constitución. La desigualdad no puede enquistarse sine die. No pueden buscarse excusas de forma permanente. El aplazamiento sistemático de la solución a este problema real es peligroso y mina el Estado autonómico que, en España, es indesligable del Estado democrático.

El Gobierno del presidente Sánchez ha superado la larga etapa de inmovilismo del Ejecutivo anterior y ha presentado una propuesta de reforma basada en el criterio de población ajustada. Era un paso pendiente desde el año 2014. Y es un paso crucial. Ahora la decisión corresponde a la capacidad de diálogo y de acuerdo de todos los actores implicados: Gobierno, comunidades autónomas y grupos parlamentarios. No hay excusas. ¿O acaso vamos a vulnerar de facto la Constitución impidiendo la igualdad?

Populismo. En segundo lugar, hay una derivada democrática y social. La desigualdad es la mina del populismo. De allí obtiene su mineral sucio y lo transforma en votos a base de demagogia. Esa es la alquimia de la antipolítica: aprovecharse del malestar para crecer a su costa.

Cuando las dificultades crecientes oxigenan al populismo, es urgente corregir los desequilibrios del Estado autonómico. Lo enseña la Historia y lo sintetiza Tony Judt: si la cuestión social no se aborda, no desaparece, sino que va en busca de respuestas más radicales. Por tanto, es perentorio atajar la desigualdad creciente entre personas y territorios. Y ello debe incluir, también, una reforma de la fiscalidad.

El debate, en mi opinión, no es si muchos impuestos o pocos impuestos. Eso es populismo o dogmatismo. La respuesta es, siempre, los impuestos imprescindibles para garantizar el contrato social, una economía dinámica y un Estado de bienestar eficiente. Un sistema impositivo moderno que fomente la creación de empleo por parte de las empresas y que propicie una transición justa a la sostenibilidad. Esta transformación debe comprender una armonización fiscal que evite —como sucede ahora— paraísos fiscales dentro de España. Unos territorios que, en base a las ventajas que financiamos entre todos, alientan la competencia desleal para atraer bases imponibles de otras comunidades. El súmmum de la insolidaridad. Patriotismo de pulsera.

Desafección. Hay una tercera razón para abordar, sin dilación, esta segunda transición autonómica: la reconexión emocional entre el todo y sus partes, la España de Españas.

Es el momento de unos nuevos pactos autonómicos para cohesionar el país. Es hora de hacerlo por convicción y por pragmatismo. La respuesta pasa por dos vías: Aumentar lo que se reparte, y redistribuirlo de forma más equitativa. Solo así suturaremos la brecha inasumible entre los ciudadanos y entre los territorios. Una brecha que engendra desafección. Y la desafección desvertebra España.

Por todo ello ya no vale la táctica del avestruz. Es inaplazable una reforma que acuerde una financiación autonómica justa, corresponsabilidad fiscal y una armonización en los ámbitos donde se produce la competencia deseal. Porque el debate va mucho más allá de la economía. Y porque trasciende a los territorios, como la Comunidad Valenciana, especialmente maltratados. Es una cuestión de Estado que apunta al corazón mismo de nuestra convivencia. Al fin, garantizar la igualdad constitucional, ahuyentar los populismos y coser mejor nuestro país.

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