Bataclan: juicio ejemplar
Francia responde a los atentados islamistas de 2015 con la búsqueda de la verdad y las armas del Estado de derecho
El macroproceso por los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París y Saint-Denis, que terminó este miércoles, 10 meses después de su inicio, ha sido un triunfo de la democracia y el Estado de derecho frente a la barbarie. Las condenas —entre dos años para algunos cómplices involuntarios y la cadena perpetua para el principal acusado y único superviviente de los comandos, Salah Abdeslam— están a la altura de los hechos. No era un juicio fácil, con un país traumatizado por una década de ataques islamistas perpetrados por jóvenes franceses educados en la escuela de la República. La respuesta ha sido modélica, desde la minuciosa instrucción hasta la organización logística del juicio y el papel central de la palabra de las víctimas y los supervivientes. Las audiencias se han desarrollado con serenidad, sin que el ruido político ni, como en 2020 durante el juicio por la matanza en el semanario Charlie Hebdo, otros atentados perturbasen las sesiones. Francia ha salido fortalecida.
No han salido a la luz grandes revelaciones sobre los preparativos y la ejecución de los atentados del Estado Islámico en los aledaños del estadio del Saint-Denis, en la sala de conciertos Bataclan y en las terrazas de los cafés del este de París. Pero gracias a los testimonios de más de 400 supervivientes y familiares de las víctimas —de incalculable valor—, el juicio ha permitido un conocimiento minucioso sobre lo que sucedió durante aquella infausta noche, y una verdad colectiva sobre lo que fue aquel atentado, y todos los atentados. Los jueces han considerado, incluso, que el chaleco explosivo de Abdeslam no funcionó a última hora por un fallo técnico, y no porque desistiera de activarlo por miedo o compasión como sostuvo él ante el tribunal. Como ha explicado Olivier Roy, especialista de referencia en el islam, el juicio ha hecho descubrir que los terroristas y sus cómplices eran “individuos ordinarios, más bien perdidos, no muy sofisticados y tampoco superhéroes diabólicos”. “En este sentido”, añade Roy, “el proceso ha desinflado la imagen heroica de los terroristas, imagen que circulaba por las redes sociales y suscitaba vocaciones”. El juicio ha ofrecido toneladas de información sobre estos jóvenes musulmanes, hijos o nietos de la inmigración árabe y norteafricana, que en la década de 2010 abrazaron una versión fundamentalista y violenta del islam, se afiliaron al Estado Islámico —cerca de 6.000 se desplazaron a la guerra en Siria entre 2012 y 2018— y acabaron matando a ciudadanos indefensos en sus propios países en Europa. Es la foto de una época.
Pero sería erróneo pensar que esta época ha terminado tras la derrota del Estado Islámico —o Daesh— y que, cuando la principal amenaza para nuestras democracias son potencias autoritarias como Rusia, el terrorismo islamista ha dejado de representar un peligro. Como ha escrito otro especialista francés, Hugo Micheron, el yihadismo en Europa ha pasado en las últimas décadas por periodos de “marea alta” y de “marea baja”, de “expansión” y “repliegue”. “El territorio físico del califato de Daesh ha desaparecido”, sostiene Micheron, “pero su territorio ideológico perdura en parte, lo que augura un nuevo cambio de ciclo”. Las democracias no pueden bajar la guardia. Pero el macroproceso por el 13 de noviembre de 2015, como el del 11-M de Madrid en 2004, demuestra que disponen de las herramientas para afrontarlo, sin los atajos que Estados Unidos utilizó hace 20 años en Guantánamo tras el 11-S y con todo el peso del Estado de derecho.
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