“Te ‘v’ia’ dar un palo que te ‘v’ia’ gibar”
Alguien a quien admiro mucho me dijo que nos convertimos en padres para darnos cuenta de lo malos hijos que hemos sido, y así es
Entre la última vez que oí decir “te v’ia dar un palo que te v’ia gibar” y la anterior pasaron más o menos 20 años. Era la amenaza estrella de la María Solo, mi abuela, cuando me pillaba haciendo alguna pifia. Nunca se la oí a nadie más, como tantas otras de las expresiones que repetía. Cuando la enterramos, enterramos también buena parte de nuestro acervo léxico familiar. O eso pensaba yo. Pero hace unas semanas, estando en casa de mi madre, la escuché informando a mi hijo, su primer nieto, de que, si seguía metiendo trastos a la lavadora, le iba a dar un palo que le iba a gibar. Y a mí me había amenazado muchas veces de muchas formas, pero nunca con gibarme de un palo. Confirmé así algo que venía sospechando desde que el crío nació: que el espíritu de la Maria Solo, su madre, se le había metido dentro al convertirse ella en abuela.
Lo empecé a intuir, precisamente, porque su forma de hablar cambió. Empezó a soltar expresiones que jamás le había oído, ―”como come el mulo, así caga el culo”―; comenzó a llamar a mi hijo “el niño”, como si no hubiera otro en el mundo, y es que seguramente para ella no lo haya, y empezó a resultar más hiperbólica aún de lo que ya era, tanto en su tono como en el contenido de sus palabras: le va contando a todo el que la quiera escuchar ―y al que no, pues también― lo guapo y lo listo que es o lo bien que come su nieto. Y, si se tercia, se lo documenta con un par de vídeos o tres de los cientos que tiene en el móvil.
También cambió su rutina: sin pacto ni mediación, decidió unilateralmente que, a partir de las tres, hora a la que sale del trabajo, el crío se va con ella. Llueva o truene, y eso que si llueve o truena significa que mi madre, que es cartera, se ha pasado toda la mañana mojándose. Cuando vamos a recogerlo, nos lo entrega siempre con sus cuatro pelos repeinados y apestando a Nenuco, y procede a contarnos algo que el muchacho ha aprendido a hacer. Porque las cosas las hace siempre antes en su casa: según ella, con tres meses decía mamá, con cuatro aprendió a bailar y con cinco le dio por robar mandarinas en el Supeco desde el carro. Ahora, con nueve, cuando dice bu es que se está refiriendo a ella. Los demás no vemos esos progresos hasta meses después, pero evitamos hacer preguntas.
Me decidí a ser madre cuando me di cuenta de una obviedad: que tener hijos no implica únicamente convertirse uno en padre o madre, sino también hacer a otros abuelos y bisabuelos, convertir a hermanos en tíos y a amigos en padrinos. Pero no sospechaba que una de las cosas más bellas de traer una criatura al mundo iba a ser verla criarse junto ―y gracias― a sus abuelos. Tampoco que, para los que tuvimos la mala suerte de perderlas demasiado pronto, conocer a la propia madre en su nuevo papel implica, de algún modo, devolverlas a la vida.
Alguien a quien admiro mucho me dijo que nos convertimos en padres para darnos cuenta de lo malos hijos que hemos sido, y así es. Añadió que la vida nos da una última oportunidad para enmendarlo, y aunque no especificó cómo, supongo que tiene que ver con tolerar que, con la legitimidad que la abuelidad les otorga, bañen a nuestros críos, a “sus niños”, en Nenuco. Y con creerlos cuando nos cuentan que, a los cinco meses de edad, les ha dado por robar mandarinas en el Supeco.
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