Lecciones europeas
El papel sistémico del PP está en riesgo si su crisis deja abierta la puerta al populismo de extrema derecha
La salud de la democracia española depende hoy de cómo el Partido Popular resuelva su crisis interna. Ayer Pablo Casado entregó la cabeza de su secretario general, Teodoro García Egea, en un clima de presión y abandono de todos los que hasta hace una semana defendían hasta su aliento. Dentro y fuera del partido. En democracia, tan importante es que exista un Gobierno como su oposición, cuya función consiste en la fiscalización, la alternativa y el acuerdo. Esta labor no puede estar en manos de la derecha ultra que lidera Santiago Abascal. Pablo Casado es en parte responsable de la toxicidad del ambiente mediático y social que ha catapultado a Vox y que curiosamente ahora puede acabar por devorarlo a él. Su rol de oposición se ha limitado en demasiadas ocasiones a una imitación de la extrema derecha. Pero el PP ha dado dos presidentes de Gobierno a la democracia, ha liderado 14 años este país y en algún momento tomará el relevo. Es importante que no claudique de su función de oposición de Estado por el avance de Vox. Europa nos ha dado importantes lecciones sobre ello.
Hace tiempo que la contestación de la democracia liberal en el mundo libre viene del auge de los populismos de extrema derecha y la forma en la que sus ideas penetran en las instituciones sociales y políticas. El problema del PP en España es el problema de las familias conservadoras de Europa y puede calibrarse por la penetración que tiene en su agenda la extrema derecha, sus estrategias en pactos de gobierno y la reducción de su espacio político por el crecimiento de unos populismos que, como en Italia o Francia, han pasado de ser síntoma a alternativa de gobierno. Los ejemplos más extremos están en las democracias iliberales del Este, en las que partidos como el Fidesz o Ley y Justicia han deteriorado las democracias en Hungría y Polonia. Pero también en el UKIP británico, que ha ejercido una brutal influencia en el partido conservador.
La crisis de identidad que sufre la derecha tradicional europea conservadora y democristiana encontró un modelo normativo en la reacción fulminante de la CDU en Turingia al impedir el acceso al Gobierno de Alternativa para Alemania, una reacción presentada por la entonces canciller Merkel como defensa democrática frente al interés particular de su partido por tocar poder. Francia, sin embargo, no ha sabido neutralizar el contagio de la ultraderecha en otras formaciones políticas, sufriendo incluso un vuelco en su sistema de partidos que ha provocado que la oposición esté en manos del discurso ultra de Le Pen. En estos casos las fuerzas conservadoras tradicionales dejan de ejercer su papel sistémico: ya no representan un dique de contención para las ideologías ultra y tampoco funcionan como contrapunto para los partidos de izquierda.
El ejemplo francés es un espejo del que extraer algunas lecciones para España si el PP continúa siendo rehén del discurso tóxico de la ultraderecha o, peor aún, si debido a sus batallas intestinas, sigue cediendo espacio electoral a Vox. Las guerras shakesperianas provocadas por personalismos y cuotas de poder entre Sarkozy y Fillon estuvieron en la raíz del descalabro trágico que sufrió el Partido Republicano francés en las presidenciales de 2017. Hoy su candidata Valérie Pécresse sigue sin encontrar su espacio ideológico y, en ocasiones, bebe directamente de la semántica de los autores xenófobos y retrógrados que alimentan a la extrema derecha con la misma lógica de exclusión y rechazo del populismo nativista. Es posible que por ello no sea Pécresse, sino uno de los dos candidatos de extrema derecha el que pase a la segunda vuelta en las próximas presidenciales erigiéndose de nuevo como alternativa de gobierno. Francia nos enseña que el crecimiento de la ultraderecha es una amenaza existencial para el sistema en su conjunto, pero especialmente para los partidos conservadores.
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