40 años lejos del pueblo: memoria de una migrante zapoteca en Los Ángeles
Odilia Romero se convirtió en tres décadas, después de abandonar su comunidad en Oaxaca, en una activista por la defensa de los derechos lingüísticos en EE UU
En agosto de 1981 yo era una niña que vivía en la Sierra Norte de Oaxaca en un pueblo llamado San Bartolomé Zoogocho. Tenía 10 años de edad y para mí no existía otro mundo más allá de mi pueblo, sus montañas, su río, sus veredas, sus fiestas, sus tradiciones, sus colores y comidas las cuales, a pesar del paso del tiempo, tengo tan presentes en mi mente. El idioma universal era el zapoteco.
Por aquellos días me preparaba para realizar mi baile gueya biknowr, literalmente “Baile mujer joven”, que hoy se conoce como danza de La Malinche en honor al santo patrono del pueblo, San Bartolomé, que se celebra el 24 de agosto. Tuve la fortuna de tener tres trajes para la danza pues yo era hija de migrantes a Estados Unidos, quienes me enviaban remesas que hacían posible tal privilegio. Por ser hija de migrantes quedé al cuidado de mi abuela y tres hermanastros de mi padre. Estos hombres abusaron sexualmente de mí.
Mi abuela me cuidó mucho, pero un día que fue al molino de nixtamal en la madrugada, encontró a su regreso a la casa a uno de estos hombres en mi petate. Mi abuela avisó a mis padres. Ellos mandaron por mí para protegerme. Recuerdo que en 1981 bailé tanto y con todas las fuerzas porque sabía que nunca más participaría en una danza en Zoogocho. Supe que al irme del pueblo me arrancaría una gran parte de mi ser. Así sentí cuando se fueron mis padres y me dejaron.
Nunca antes había salido de Zoogocho ni visitado otras comunidades. Mucho menos había viajado a Oaxaca. Por ello, cuando mis padres me mandaron a traer desde Los Ángeles, California, para reunirme con mis hermanas en aquel lugar desconocido del que no tenía referencias fue una sorpresa no tan grata para mí.
De un día a otro tuve que prepararme para partir sin saber adonde llegaría. Estaba por convertirme en una niña migrante, desplazada de su pueblo de forma involuntaria y en circunstancias que fueron el resultado de quedar desprotegida por quienes tuvieron que marcharse primero para encontrar trabajos remunerados y establecer después un espacio para recibir a sus hijas.
La década de 1980 en México inició con crisis financiera que devaluó el peso, lo que intensificó la migración. Quienes vivían en zonas rurales fueron saliendo para revertir las carencias. La migración ocurría ya fuese en el país o en el extranjero. Para 1981 la migración indocumentada hacia Estados Unidos se intensificó de una manera acelerada. Sin saberlo, en ese momento formé parte de esas estadísticas. El neoliberalismo comenzaba a instaurarse y dejaba su sello particular sobre la vida de las personas y los pueblos indígenas.
En Zoogocho, quien emigra lo hace los jueves, día del mercado en la plaza. Era el único día de la semana que pasaba un camión de redilas, un camión de carga que traía gente de lejos a vender. Este realizaba el viaje hasta Oaxaca. Hago cuentas y memoria: fue un 3 de septiembre de 1981 el día que dejé mi pueblo para encaminarme a Los Ángeles. El trayecto tuvo como primer punto la capital de Oaxaca. Después tomé un autobús para trasladarme hacia Ciudad de México, donde probablemente tomé un avión que me llevó a Tijuana, desde donde crucé la frontera.
Al leer lo anterior parece que el viaje lo realicé sola. Fui acompañada, sin embargo, por mi tía Martha, hermana de mi padre, quien fue a buscarme de Los Ángeles a Zoogocho. Estuvo conmigo desde que salí del pueblo hasta que me entregó a la mujer que me cruzó la frontera de manera indocumentada. No recuerdo muchos detalles, quizá por el impacto que me provocaba observar paisajes desconocidos, lugares nuevos y rostros no familiares. Lo que sí recuerdo es que pude comunicarme en zapoteco en todo momento. Esto fue un alivio y una fortuna. La mujer que me cruzó era de mi pueblo. Muchos niños migrantes acompañados no corren con la misma suerte.
En Tijuana, ciudad de aspecto árido, muy diferente a los paisajes a los que estaba acostumbrada, había que sortear un último obstáculo antes de poder cruzar: el de mi apariencia. Quienes me harían pasar la frontera decidieron que era importante cambiar para no parecer “india” y no generar sospechas que complicaran el plan. Me cortaron el cabello, me cambiaron de ropas y me pidieron no hablar en ningún momento. Así fue como crucé en autobús, a través de la garita, usando los documentos de la hija de una paisana que aparentó ser mi madre.
Ese último trayecto antes de encontrarme con mis hermanas, mi padre y mi madre, fue de lo más extraño. El paisaje cambió, lo que veía ahora eran enormes edificios que me horrorizaron. Jamás había visto nada semejante, ¡qué lejos estaba de mi pueblo!
Mis primeros días en Los Ángeles estuvieron llenos de tristeza. Lloraba mucho, muchísimo. Quería volver a Zoogocho, estar con mi abuela, comer lo que estaba acostumbrada a saborear, ver las montañas de nuevo y no tener que escuchar extrañas lenguas que no lograba comprender. En ese momento yo era monolingüe. No podía entender el inglés ni el español.
Mi experiencia en la escuela me marcó. En la Union Avenue School de Los Ángeles nadie sabía que mi lengua era zapoteco. Solo hablaba mi Disha. En esas condiciones me fui retrasando año con año y nunca logré ponerme al día con los estudios. Los niños me maltrataban, se reían de mí y me pegaban. No sabía qué responder porque no hablaba ni español ni inglés.
Hace 40 años éramos pocos niñxs los que vivíamos la barrera lingüística en la escuela. Hoy son varios miles en los centros educativos de Estados Unidos. Incluso hoy en día se ignora, en sitios escolares y de servicios de este país, que en América Latina se hablan otras lenguas además del español. Fueron estas circunstancias las que hicieron iniciar mi labor como intérprete.
Con el paso del tiempo me fui adaptando a mi nueva vida. Encontré mucha fuerza en la comunidad migrante que, desde hace más de 40 años, ya se organizaba para continuar con nuestras festividades y, cuando era posible, cocinaba platillos de la cocina zapoteca con ingredientes difíciles de hallar en ese entonces como el tasajo, chintesle, yerba santa y la morcilla.
Mi ánimo creció cuando supe que las niñas de Los Ángeles también bailaban para celebrar a San Bartolomé. Pude encontrar finalmente un espacio donde logré sentir cerca lo que conocía. Tenía mucho trayecto por recorrer.
Cuarenta años han pasado desde mi llegada a Los Ángeles, una ciudad que he aprendido a amar, donde tuve que saberme diferente por mi origen, mi apariencia y mi forma de hablar. Con el paso del tiempo fui conociendo las injusticias y el racismo, pero también la lucha que los pueblos y comunidades migrantes realizan todos los días. La Asociación de los Pueblos Indígenas de Los Ángeles fue mi salvación.
Hoy conmemoro cuatro décadas de una vida marcada por el desplazamiento, por la condición de migrante mía, de mi familia y mi comunidad. Me reconozco como una mujer que ha aprendido a luchar en favor de los derechos humanos. Desde hace más de 30 años ejerzo como intérprete. Ahí he encontrado mi trinchera para apoyar el respeto a los derechos lingüísticos de quienes, como yo, fueron desplazados de sus comunidades y colocados en un espacio ajeno que hemos hecho nuestro poco a poco.
Siguen siendo miles los niños indígenas que hoy sus padres se ven obligados a abandonar en sus comunidades. Son miles de niños los que cruzan la frontera para reunirse con sus familiares, hoy ya extraños. Son miles de menores detenidos en la frontera de México con Estados Unidos sin intérpretes que les permitan comunicarse dignamente.
Sigo bailando cada 24 de agosto. Ya no la danza de La Malinche, pero sí sones y jarabes, recordando aquella niña a través de la mirada de la mujer que soy. Resisto, combato y me divierto. La alegría también es una forma de luchar.
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