Violencia en Jerusalén
Los incidentes violentos subrayan que el nefasto statu quo tiene que variar de rumbo
Las llamaradas de violencia que han incendiado Jerusalén en los últimos días sirven de inquietante recordatorio de las profundas fallas que recorren la zona cero del conflicto de Oriente Próximo en medio del olvido de la comunidad internacional. Más de un centenar de palestinos que protestaban contra una marcha de la extrema derecha israelí hacia el barrio musulmán de la Ciudad Vieja han resultado heridos y otros 50 han sido detenidos en enfrentamientos con la policía, que se interpuso de forma desigual entre ambos bandos. La gravedad de los incidentes y el despliegue de las fuerzas de seguridad no tienen precedente desde los disturbios registrados tras los asesinatos en 2014 de cuatro adolescentes, tres israelíes y un palestino.
Los más de 300.000 palestinos de Jerusalén, un tercio de la población, carecen de ciudadanía y solo tienen derecho de residencia en una urbe donde sus familias han estado presentes desde hace generaciones. Tras 44 años de ocupación israelí de la parte oriental, la discriminación política y social que sufren —a pesar de trabajar y pagar impuestos como los vecinos israelíes— es el caldo de cultivo del malestar del que ha emergido la protesta en pleno mes sagrado musulmán de ayuno y oración.
El estancamiento del liderazgo político palestino, que ha tardado 15 años en convocar elecciones, coincide con la prohibición de Israel de que se celebren en Jerusalén Este, territorio que considera bajo su soberanía tras anexionarlo unilateralmente hace cuatro décadas. España acaba de reclamar al Gobierno israelí que facilite la votación de los palestinos de Jerusalén para “fortalecer la legitimidad de sus instituciones”. Y evitar de paso que el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, caiga en la tentación de posponerlas con el pretexto del veto de Israel.
Al descontento de los palestinos por la exclusión social y el bloqueo político se añade la provocación de grupos supremacistas de la ultraderecha judía, que han irrumpido en el Parlamento israelí tras las elecciones del mes pasado. Los herederos de un movimiento ilegalizado hace tres decenios por apelar a la violencia contra los palestinos han regresado de la mano del primer ministro, Benjamín Netanyahu, necesitado de reagrupar todos los escaños de la derecha para seguir en el poder. Aferrado a la poltrona oficial después de cuatro elecciones sin resultados concluyentes en apenas dos años y sentado en el banquillo en un juicio por corrupción, el jefe del Gobierno no ha vacilado en invocar a la ultraderecha más racista, la misma que ahora ha marchado hacia las murallas de la Ciudad Vieja al grito de “¡muerte a los árabes!”. Los fogonazos de odio en Jerusalén subrayan que el nefasto statu quo que sostiene a Netanyahu desde hace 12 años en el cargo está agotado y tiene que variar de rumbo.
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