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Tribuna
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No es el pasado: es el futuro

Quizá mejor que destruir estatuas de racistas sea utilizarlas para reescribir una historia aborrecible

Patricio Pron
Estatua de Stephen Douglas a la entrada del Capitolio de Illinois, Estados Unidos.
Estatua de Stephen Douglas a la entrada del Capitolio de Illinois, Estados Unidos.Justin L. Fowler (AP)

Unos meses atrás, John Guess Jr., director emérito del Museo de Cultura Afroamericana de Houston, tomó la decisión de exhibir en ese museo una estatua confederada como parte de un proceso de “curación” de las heridas de la esclavitud y el odio racial que aún permanecen abiertas. Guess respondió a las preguntas de la prensa con una mascarilla sanitaria en la que podía leerse “no puedo respirar”, las últimas palabras pronunciadas por George Floyd, el afroamericano cuyo asesinato por parte de un policía blanco el 25 de mayo de 2020 avivó las protestas en ese país, pero lo hizo para sostener que derribar estatuas no era la solución: 125 han sido echadas abajo desde mayo y otras 49 esperan su turno sólo en los EE UU.

El año 2020 ha sido en el que las miradas se han vuelto sobre el pasado debido a una muy comprensible dificultad de imaginar un futuro no distópico en el marco de una pandemia global, una toma de decisiones errática y carente de transparencia y un aumento de la vigilancia digital; sin embargo, hay algo de distópico en la negación del pasado que resulta de la destrucción de sus monumentos y, particularmente, en el tipo de ignorancia de ese pasado que se manifiesta en la controversia en torno a ellos, por ejemplo, en el caso de la escritora George Eliot en Nuneaton, en el Reino Unido: una “brigada patriótica” la rodeó en junio para protegerla de los manifestantes del movimiento Black Lives Matter, pese a que estos no habían manifestado el propósito de derribarla y sin saber que Eliot fue una firme opositora de la esclavitud.

Quizás la destrucción de estatuas pueda parecernos una actividad especialmente violenta, pero, en algún sentido, no es más violenta que la de erigirlas, sancionando un estado de cosas y una cierta interpretación del pasado que se imponen a una sociedad a menudo sin su concurso y para que sirvan de modelo: no son mobiliario urbano, sino símbolos, algo que tal vez no nos parezca tan poderoso, pero es lo más poderoso que existe, ya que restituye una vinculación entre las palabras y el mundo sin la cual no existen ni unas ni otro. Narrar el pasado a través de esos símbolos es una de las formas más eficaces de delimitar, ampliar el repertorio de posibilidades, reducirlo o transformar el presente, lo que equivale a decir que es la manera más práctica de dar forma al futuro de una sociedad: destruir los símbolos de un pasado esclavista y presidido por el odio al “otro” sería la forma de evitar que éste se repita.

Pero no parece que lo sea realmente, como pone de manifiesto la trayectoria posterior de los países que se encontraban tras el antiguo telón de acero: 30 años después de grabar en nuestra retina las imágenes de miles de personas echando por tierra los símbolos de un régimen totalitario, destruyendo sus muros y convirtiendo sus depósitos de viejas estatuas en parques temáticos para turistas occidentales, los ciudadanos de la antigua Unión Soviética están abrazando nuevas formas de totalitarismo, o las mismas. De hecho, las estatuas del comunismo soviético están siendo restituidas en varios de esos países, y una encuesta reciente realizada el año pasado por una organización no gubernamental demostró que el 70% de la población rusa considera que Stalin hizo bien a su país.

Guess afirmó ante los medios de prensa que su decisión tenía como propósito contribuir a la “curación” de las heridas del pasado; para el director emérito, curar pasa por “tomar el control de los símbolos que nos impactan negativamente y convertirlos en oportunidades educativas para ayudar así a estar seguros de que nunca más tendrán poder” sobre nosotros. Su actitud contrasta con la que domina, especialmente, en el debate político y en las redes sociales, donde la “cancelación” ante cada pequeña contradicción niega la naturaleza doble de los documentos proverbialmente definida por Walter Benjamin: de civilización, pero también de barbarie.

En la iconoclastia anida la promesa de que el pasado ha quedado atrás, que hemos sabido distanciarnos de él y que la próxima vez haremos las cosas mejor; pero la negación del pasado que subyace a ella sirve más bien para garantizar, voluntaria o involuntariamente, la supervivencia de ese pasado: la destrucción de la estatua de Leopoldo II en Gante hace unos meses puede parecer una forma eficaz de romper con las atrocidades cometidas por los belgas en Congo, por ejemplo, pero no restituye nada, no pone en cuestión a los monarcas de ese país, que descienden de ese rey, ni paga ninguna de las deudas que la sociedad europea tiene con quienes trabajan en fábricas del Tercer Mundo en condiciones similares a las de los esclavos para producir los bienes que ésta consume.

¿Cómo curar las heridas de una sociedad dañada, construida sobre las innumerables grietas que la recorren y en absoluto dispuesta a dejar de hacer daño? Para Guess, exhibir una estatua confederada en un museo de historia afroamericana puede llevar a que los estadounidenses negros adquieran las herramientas críticas para realizar la tarea de negociar con su pasado de una manera que sea útil para ellos y para el resto de la sociedad. “En tanto espacio educativo, queremos que la gente piense en esa tarea y se comprometa con ella”, afirma. Quizás en su reescritura de un símbolo aborrecible se encuentre la promesa de un futuro que no lo sea; si es así es la mejor promesa que 2020 podía hacernos.

Patricio Pron es escritor.

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