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Columna
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Lo que se espera del invierno

Si no distinguimos la enorme importancia de las cosas sin importancia, podemos caer en el error de analizar la realidad desde una visión de satélite, de dron, de absoluta indiferencia por el detalle, cegados por la magnitud del caos

David Trueba
Una mujer pasea a un perro por la nieve el pasado 10 de enero en Madrid.
Una mujer pasea a un perro por la nieve el pasado 10 de enero en Madrid.Juan Carlos Lucas (NurPhoto via Getty Images)

Encontré una viejecita que tras la gran nevada en Madrid solo mostraba una preocupación: que los pájaros tuvieran algo de comer. Cubierta la ciudad, era imposible para ellos encontrar con qué alimentarse, así que la buena mujer limpiaba pequeñas superficies y dejaba allí algunas migas y cereales. Supongo que los pájaros se lo agradecerán con esa manera suya, tan libre y poco ceremoniosa. Lo interesante es percibir que, bajo la fuerza de un acontecimiento que lo ocupa todo, se multiplican miles de mínimas historias que quedan sin contar. Algo así nos sucede desde un año atrás, en el que hemos experimentado una rara sensación. Parece que el día solo da para una noticia, que lo devora todo, lo ocupa todo, deja mudo el resto. A lo mejor tiene que ver con la nueva regla monopolística que ha impuesto el mercado en la Red, donde una marca ganadora se queda con todo el mercado. Puede que pase lo mismo con las noticias, que salta una y devora a las demás. Como si no fuéramos capaces de entender las distintas magnitudes y tuviéramos que asumir que nuestra limitación mental solo nos da para una preocupación al día. Te levantas por la mañana y dices: “Ah, vale, hoy me toca sufrir por esto”. Y todo lo demás queda aparcado hasta nueva orden.

Sin embargo, lo esencial está oculto bajo la nieve o bajo el titular o, por decirlo de otra manera, fuera de los cuatro carriles de la autopista. Va en otras direcciones, es singular, curioso, único. Este es el error de bulto que hemos cometido al tratar la pandemia. Llevamos casi un año en el mismo sitio, sin acabar de comprender, porque la riada de datos lo oculta todo. La frustración y el hastío nacen de generar constantemente expectativas de final, de triunfo, de momento histórico, y luego resulta que, tercamente, la realidad sigue en el mismo sitio. Lo cual no es cierto, pues se logran avances, pero ninguno responde a ese cálculo del espectáculo por el cual cada mañana tiene que acontecer un hito que lo cambia todo. La fatalidad tiene su constancia, como la alegría, y viajan por debajo del radar esperando la ocasión. A lo largo de los últimos meses hemos mantenido una cifra de muertes diarias por causa del coronavirus que rondaba los cien casos. Pese a ello, no alcanzábamos a distinguirlos, a encontrar su nombre, su peripecia, su arraigo y su historia. Permanecían alojados, día a día, en el contenedor de las historias diminutas que no deja ver la gran historia.

Y ahí estaba el problema, porque ni las medidas ni las imprudencias les tenían en cuenta. Eran los pájaros tras la nevada, escondidos, invisibles, ignorados por su poca relevancia. No nos engañemos; si no recuperamos las ganas de contar las historias de las personas, caminamos hacia un mundo bastante irresponsable y cruel. Si no distinguimos la enorme importancia de las cosas sin importancia, podemos caer en el error de analizar la realidad desde una visión de satélite, de dron, de absoluta indiferencia por el detalle, cegados por la magnitud del caos. El orden consiste en ser meticuloso, en encontrar la pizca de verdad entre el rotundo espectáculo de la indiferencia. Estamos contando mal la pandemia, porque infundimos un miedo abstracto y genérico, en lugar de encontrar el grado de normalidad para que nos vayamos acostumbrando a convivir con ello. Al fin y al cabo, la nevada, pese a su exageración, se correspondía exactamente con lo que puedes esperar de un invierno.

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