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Columna
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Vida nueva

Cambiarán algunas costumbres, que pronto echaremos de menos, se tomarán ciertas precauciones, pero los hombres seguirán igual, irresponsables y heroicos, capaces de esclavizar niños y de inventar vacunas prodigiosas

Fernando Savater
Vista de los fuegos artificiales desde la plaza de la Puerta del Sol de Madrid.
Vista de los fuegos artificiales desde la plaza de la Puerta del Sol de Madrid.David Fernandez (EFE)

Los sabios de todo a cien que proliferan en la feria pandémica profetizan: “Nada será como antes”. Y si uno tuviese la debilidad de prestarles atención les preguntaríamos: “¿Y cuándo todo fue como antes?”. Porque lo único que sabemos seguro, por poco que hayamos vivido y aunque no seamos demasiado proclives a la nostalgia, es que todo cambia inexorablemente, a mejor o a peor según gustos. Lo cambiamos nosotros. Como apuntó Alfonso Reyes: “El hombre existe para que pueda existir lo que aún no existe”. La tarea humana es cambiar lo que encontramos, cambiar incesantemente los lugares, las habitaciones, las armas, las herramientas, los deportes, la medicina, la estética... De este frenesí transformador viene el estigma que dejamos en la inercia del mundo. Ahora descubren algunos que durante el confinamiento disminuyó la polución en cielos y mares, mientras los bichos antes tímidos extendieron sus correrías. Claro, y si la pandemia hubiera acabado con nuestra especie el universo hubiera vuelto a ser limpio y puro. Porque lo que llamamos contaminación no es sino un efecto necesario de la civilización. Algo a lo que habrá que acostumbrarse, cuando nos cansemos de predicar.

Lo que los profetas del “nada será igual” pretenden es que los hombres se transformen, se arrepientan, se transfiguren flagelados por el virus. No pasará. Cambiarán algunas costumbres, que pronto echaremos de menos, se tomarán ciertas precauciones, pero los hombres seguirán igual, irresponsables y heroicos, capaces de esclavizar niños y de inventar vacunas prodigiosas. Siempre queda algo de ancestral en lo más reciente. Lo enseña la admirable y serena doña Araceli, la primera vacunada. Cuando llegó la hora de la prueba, primero se persignó y luego se puso confiada a disposición de la ciencia. Toda una mujer moderna, como Dios manda.

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