Lo que no hice
Me considero afortunado porque mis noes han sido de una dimensión llevadera, aunque quizá mi mente y alguna que otra provincia de mi cuerpo proteste o me lo nieguen


Ha sido el año del no, pero solo le quedan 48 horas. En febrero (y ya hace un siglo) parecía que ese mal deplorable y remoto no nos llegaría, o lo haría tarde y esporádicamente; su velocidad de asentamiento y su desparramada proliferación nos trajo las primeras renuncias, las prohibiciones. Y la cuenta de víctimas con nombre y apellido. No sé de nadie que no tenga a un enfermo en su entorno o lo haya enterrado sin verlo morir. La privación era el único antídoto. No toser cerca del prójimo, y mucho menos besarlo. No ir al cine, al café. Y el peor no de todos: no saber el remedio a corto plazo. Ni las secuelas. Por eso si hay un grupo de gente que se me atraganta es el de los sabihondos negacionistas; la vanguardia de la desconfianza, que ya otea la vacunación como el nuevo engaño. Yo de la covid-19 sólo sé que no sé nada.
Me considero afortunado porque mis noes han sido de una dimensión llevadera, aunque quizá mi mente y alguna que otra provincia de mi cuerpo proteste o me lo nieguen. Me faltó lo que no pude ver, lo que no pude decir ni siquiera en privado, lo que se interrumpió o canceló y está en duda que se reanude. No salí de mí mismo, y no pude, por primera vez en mi vida, ir al mar, que al meterme en él los veranos me sirve de segundo bautismo o última thule.
Escribí y leí, con ansiedad esto último: como si el libro ligero no supiera darme alegrías y el denso su saber. Me permití caprichos en mi menú soltero, sin padecer pero sin ignorar el hambre que esta crisis ha producido. No hice el amor, aunque dediqué algún tiempo a pensar en él. ¿Empieza el año del sí o es una tregua? De nuestros nos depende que los síes ganen.
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